
El hijo pródigo
Un expositor claro y profundo del Evangelio trae esta meditación, que puede iluminar toda una vida:
“Mientras no tomemos en serio el dogma de que Dios es amor (I Jn. 4, 16), es decir, mientras no lo creamos del todo, no podremos decir que vivimos la fe. Si uno invita a su mesa como padre, y alguien va a ella como a un hotel en que debe pagar con dinero y no con amor, no puede decir que acepta la invitación. «Yo os lo digo, ninguno de aquellos varones que fueron convidados gozará de mi festín» (Lc. 14, 24). Bien vemos que no se trata de cosas dejadas a nuestra elección, como tal o cual práctica devota: se trata de la recta fe, sin la cual, dice San Pablo, «es imposible agradar a Dios» (Hebr. 11, 6).
Porque si yo creía que un señor es un comerciante, o un verdugo, y resulta que es mi padre, no puedo decir que creía en él. Y en vano querré entonces suplir con otros obsequios la falta de la verdadera fe, pues que, como lo define el Concilio Tridentino, «la fe es el principio de la humana salvación, el fundamento y raíz de toda justificación, y sin ella es imposible agradar a Dios».
¿Cómo podría, en efecto, agradar una doncella a un poderoso príncipe que lleno de amor pide su mano, si ella le contesta que no puede corresponder a su amor, pero, en cambio, le ofrece algún dinero?”
Jesús, quien es el retrato perfecto del Padre (Hebr. 1, 3), nos hace comprender fácilmente esta actitud “maternal” de Dios que por su exceso de bondad resulta increíble para el criterio humano cuando nos dice: “Al que viene a Mí no lo echaré fuera ciertamente” (Jn. 6, 37).
Más aún, las que consideramos como miserias, sean las que fueren, lejos de ser un obstáculo, son un título, el gran título para reclamar la benevolencia del que vino como Salvador y no se cansó de insistir en que no buscaba justos sino pecadores, no sanos sino enfermos (Lc. 5, 30-32).
Y puesto que Dios es amor (I Jn. 4, 8 y 16), es evidente que su mensaje a los hombres, enviado por medio del propio Hijo, víctima de amor, no puede ser sino un mensaje de amor. Por donde se ve que no entenderá nunca ese mensaje, ni podrá salir de la dura vida purgativa, quien se resista a creer en ese «loco amor» de Dios y se empeñe en hallar en Él a una especie de funcionario de policía.
No solamente se construyen falsos dioses fabricando ídolos de palo y piedra, sino también, como observa San Agustín, formándose un falso concepto del verdadero Dios.
Dios ha alzado las banderas de su amor para conquistarnos.
Fuente: Mons. Dr. Juan Straubinger, La Santa Biblia, traducción directa de los textos primitivos, Nota a Is. 66, 11 y Ct. 2, 4; Jer. 16, 20.