Los ojos puestos en el cielo

Posted by: Ioseph

Todos los Santos 03 (10)

¡Oh, si frecuentemente levantásemos los ojos al cielo, cuánto se encenderían nuestros corazones en el amor de las santas virtudes! ¡qué sueltas y prontas quedarían nuestras manos para empresas grandes y fuertes! El cielo puesto ante nuestros ojos arma nuestras manos para valerosas empresas, dice S. Juan Crisóstomo.

¡Si hiciéramos muchas veces reflexión sobre la celestial Jerusalén, ciudad de eterna paz, teatro de las soberanas magnificencias, jardín de las delicias divinas, donde no hay espina de trabajo, donde están siempre unidas las flores de todo gozo en una perpetua primavera! ¡Gozar la compañía felicísima de tantos mártires, el coro purísimo de tantas vírgenes, el ejército innumerable de tantos ángeles, dividido en tantas jerarquías con orden perfectísimo! Si la hermosura de un solo espíritu, el menor de los bienaventurados, aventaja, según S. Tomás, a la belleza junta de todas las criaturas visibles, ¿qué será ver un número casi infinito de querubines y serafines?
Sobre los coros angélicos se ve otra mayor gloria que maravillosamente alegra aquella corte soberana, y es la Reina del Cielo, Madre de Dios hombre, coronada de estrellas, vestida del sol, cercada de suavísimos resplandores.

Mucho más excelente será la gloria de ver la santísima humanidad del Salvador, que está sentado superior a todos aquellos dichosos ciudadanos, como rey soberano de gloria. Esta sola felicidad es tan excesiva que llegó a decir San Agustín:
si para ver la gloria de que Cristo goza en los cielos fuera necesario sufrir los tormentos del infierno, ¿no serían pocos tan tristes sufrimientos comparados con la participación de tan grande bien?

Pero éstos son complementos accesorios de la gloria comparados con lo esencial que es ver a Dios, que quiere decir gozar de la misma felicidad que goza Dios -
seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es (1Jn. 3, 2)-; beber de aquel torrente de delicias divinas con que Dios es bienaventurado en sí mismo.
¡Qué vida tan dichosa! contemplar cara a cara y sin velos ni cortinas la omnipotencia del Padre, que creó el cielo y la tierra; la sabiduría del Hijo, gobernadora con altísima providencia del universo; la bondad y amor del Espíritu Santo, fuente inagotable de todos los bienes. ¡Qué felicidad, ver a Dios en un abismo de resplandores, en un trono de majestad, en un centro de gloria!

Con el pensamiento y con la esperanza de la gloria alegraba todos sus trabajos el seráfico San Francisco, y se animaba a padecer grandes cosas por Dios. Era gusto oír los coloquios que tenía con sus afligidos miembros:
padeced con alegría -decía- oh cuerpo mío, porque presto vendrá el día que estaréis impasible a toda pena, lleno de todo placer y más lúcido que el sol. Mortificaos, ojos míos, y no miréis las vanidades terrenas, porque pronto miraréis las bellezas gloriosas del paraíso y al Rey de la gloria en su amable majestad. Oh paladar mío, llevad con dulzura los ayunos; sean, orejas mías, amables a vosotras las injurias; sean deleitables, oh sentidos míos, las mortificaciones, porque dentro de poco tiempo gustaréis de aquél maná celestial que encierra todas las delicias de los sabores; os alegrarán aquellas músicas angélicas, que una de ellas sola basta para anegar y embriagar en dulzuras los corazones; seréis recreados con aquella suavísima fragancia que respiran los collados eternos.
Con semejantes afectos se consolaba y confortaba su corazón el glorioso Santo y alegraba su penosa vida, y jubilando decía:
Tanto es el bien que me espera que me endulza toda pena.

Fuente: Cf. Pbro. Carlos Rosignoli, sj, Verdades eternas, Barcelona, 1859