San Juan Apóstol y Evangelista


¡Oh Discípulo amado del Niño que nos ha nacido! ¡Cuán grande es tu felicidad! ¡Qué admirable el galardón de tu amor y de tu virginidad! En ti se ha realizado la palabra del Maestro: Felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. No sólo has visto a este Dios-Hombre, sino que has sido su Amigo y has descansado en su corazón. Juan Bautista tiembla al extender su mano para bautizarle en el Jordán; Magdalena, asegurada por Él mismo de un perdón inmenso como su amor, no se atreve a levantar su cabeza y se arroja a sus pies; Tomás espera su mandato para introducir su dedo en las cicatrices de sus llagas: y tú, en presencia de todo el Colegio Apostólico, tomas el sitio de honor a su lado y apoyas tu mortal cabeza sobre su pecho. Y no sólo gozas de la vista y posesión del Hijo de Dios en la carne, sino que, gracias a la pureza de tu corazón vuelas con la agilidad del águila y fijas tu mirada en el Sol de Justicia, en el seno mismo de esa Luz inaccesible, donde habita eternamente con el Padre y el Espíritu Santo.

Ese es el precio de la fidelidad que le demostraste al conservar para él, libre de toda mancha, el precioso tesoro de la castidad. ¡Acuérdate de nosotros tú que eres el favorito del gran Rey! Hoy confesamos la divinidad de este Verbo inmortal, que tú nos has dado a conocer; pero quisiéramos acercarnos a Él en estos días en que se muestra tan accesible, tan humilde, tan amoroso, bajo la capa de la infancia y la pobreza. ¡Ay! nuestros pecados nos contienen; nuestro corazón no es puro como el tuyo; necesitamos un protector que nos presente ante el pesebre de nuestro Señor (Is., I, 3).

En ti confiamos, oh predilecto del Emmanuel, para gozar de esta dicha. Tú nos descorriste el velo de la divinidad del Verbo en el seno mismo del Padre; llévanos a la presencia del Verbo hecho carne. Haz que por tu medio podamos entrar en el establo, detenernos junto al pesebre, ver con nuestros ojos y tocar con nuestras manos al dulce fruto de la vida eterna. Haz que podamos contemplar los rasgos tan encantadores de Aquel que es nuestro Salvador y Amigo tuyo, y oír los latidos de ese Corazón que te amó y nos ama; de ese corazón, que ante tus propios ojos fue abierto en la Cruz por el hierro de la lanza. Haz que permanezcamos junto a esta cuna, que participemos de los dones de este celestial Niño y que imitemos como tú su sencillez.

Finalmente tú, que eres el hijo y guardián de María, preséntanos a tu Madre, que lo es también nuestra. Dígnese ella, por tus ruegos, comunicarnos algo de esa ternura con la que vela junto a la cuna de su divino Hijo; vea en nosotros a los hermanos de ese Jesús que llevó en su seno, y asócienos al maternal afecto que para ti sintió, ¡oh feliz tesorero de los secretos y de los cariños del Hombre-Dios!

También te recomendamos, oh santo Apóstol, a la Iglesia de Dios. Tú la plantaste, la regaste, la embalsamaste con el suave aroma de tus virtudes, y la iluminaste con tu divina doctrina; logra ahora que todas estas gracias, que por ti nos han venido, fructifiquen hasta el último día; que brille la fe con un nuevo esplendor, que se avive en los corazones el amor de Cristo, que se purifiquen y florezcan las costumbres cristianas y que el Salvador de los hombres, al decirnos por las palabras de tu Evangelio: Ya no sois mis siervos, sino mis amigos; oiga salir de nuestros labios y de nuestros corazones una respuesta de amor y de entusiasmo, que le dé la seguridad de que le seguiremos por todas partes como tú le seguiste.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

Domingo de la infraoctava de Navidad


En las Octavas de Epifanía, Pascua y Pentecostés, la Iglesia se halla de tal manera embebida en la grandeza del misterio, que aleja de sí todo recuerdo que pudiera distraerla; en la de Navidad, por el contrario, abundan las fiestas, apareciendo el Emmanuel rodeado siempre del cortejo de sus siervos. De este modo la Iglesia, o más bien Dios mismo, primer autor del ciclo, nos ha querido mostrar cuán accesible se presenta en su Nacimiento el divino Niño, el Verbo hecho carne, a la humanidad a la que va a salvar.

Epístola

Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Gálatas (IV, 1-7)

Hermanos: Mientras el heredero es niño, en nada difiere del siervo, aunque es el señor de todo, sino que está bajo tutores y celadores, hasta el tiempo señalado por el Padre. Así también nosotros cuando éramos niños, servíamos bajo los rudimentos del mundo. Mas, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho de mujer, sujeto a la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Mas, porque sois hijos, envió Dios el Espíritu de su Hijo a vuestros corazones, el cual clama: ¡Abba, Padre! Ya no hay, pues, siervo sino hijo; y, si hijo, también heredero por Dios.

El Niño, nacido de María, recostado en el pesebre de Belén, eleva su débil voz hacia el Padre de los siglos, y le llama: ¡Padre mío! Se vuelve a nosotros y nos dice: ¡Hermanos míos! Por consiguiente, también nosotros podemos decir Padre nuestro, al dirigirnos a su eterno Padre. Este es el misterio de la adopción divina que se nos revela estos días. Todo ha cambiado en el cielo y en la tierra: Dios no tiene solamente un Hijo, sino muchos; en adelante, no somos en su presencia simples criaturas sacadas de la nada, sino hijos de su amor. El cielo no es sólo el trono de su gloria; sino también herencia nuestra; tenemos allí nuestra parte asegurada junto a la de Jesús, nuestro hermano, hijo de María, hijo de Eva, hijo de Adán por su naturaleza humana, como es al mismo tiempo en unidad de persona, Hijo de Dios por su naturaleza divina, Pensemos sucesivamente en el bendito Niño que nos ha merecido todos estos bienes, y la herencia a que nos ha dado derecho. Maravíllese nuestro espíritu de tan alta distinción concedida a simples criaturas, y demos gracias a Dios por tan incomprensible beneficio.

Gradual

Eres el más hermoso de los hijos de los hombres: la gracia está pintada en tus labios. V. Mi corazón rebosa palabras buenas, dedico mis obras al Rey: mi lengua es como la pluma de un escribiente veloz.

Aleluya

Aleluya, aleluya. V. El Señor reinó, se vistió de hermosura: el Señor se vistió de fortaleza y se ciñó de poder. Aleluya.

Evangelio

Continuación del santo Evangelio según San Lucas (II, 33-40)

En aquel tiempo, José y María, la Madre de Jesús, estaban admirados de las cosas que se decían de Él. Y les bendijo Simeón, y dijo a su Madre María: He aquí que éste ha sido puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel, y para señal a la que se contradecirá; y una espada traspasará tu misma alma, para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones. Y estaba allí Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, la cual era de edad avanzada, y había vivido siete años con su marido desde su virginidad. Y era ya viuda de ochenta y cuatro años, y no se apartaba del templo, sirviendo en él día y noche con ayunos y oraciones. También ella, llegando a la misma hora, alababa al Señor, y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención de Israel. Y, cuando cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. Y el Niño crecía, y se fortalecía, lleno de sabiduría: y la gracia de Dios estaba con él.

El curso de los relatos evangélicos obliga a la Iglesia a presentarnos ya al divino Niño en brazos de Simeón, quien profetiza a María la suerte futura del hijo que ha dado al mundo. Aquel corazón de madre, completamente sumergido en las alegrías de tan maravilloso nacimiento, siente ya la espada que le anuncia el anciano del templo. El hijo de sus entrañas habrá de ser, por tanto, una señal de contradicción en la tierra; el misterio de la adopción divina del género humano no podrá realizarse sino por medio del sacrificio de este Niño cuando llegue a hombre. Mas, nosotros, redimidos por su sangre, no debemos precipitar demasiado los acontecimientos. Tiempo tendremos de contemplar al Emmanuel en medio de los trabajos y sinsabores; hoy se nos permite todavía no ver en Él más que al Niño que nos ha nacido y alegrarnos con su venida. Oigamos a Ana que nos habla de la redención de Israel. Consideremos la tierra, regenerada con el nacimiento de su Salvador; admiremos y estudiemos con humilde amor, a Jesús, lleno de sabiduría y de gracia y que acaba de nacer ante nosotros.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

El Santo día de Navidad


Misa del Gallo

Es hora ya de ofrecer el gran Sacrificio y de llamar al Emmanuel: sólo Él puede pagar dignamente a su Padre la deuda de agradecimiento que el género humano le debe. En el altar, como en el pesebre, intercederá por nosotros; nos acercaremos a Él con amor y se nos entregará. Pero es tal la grandeza del Misterio de este día, que la Iglesia no se limita a ofrecer un solo Sacrificio. La llegada de tan precioso don por tanto tiempo aguardado merece el reconocimiento de homenajes extraordinarios. Dios Padre envía su Hijo a la tierra; es el Espíritu Santo quien obra este prodigio: es muy natural que la tierra dirija a la Trinidad augusta el homenaje de ese Sacrificio.

Además, el que nace hoy ¿no se ha manifestado en tres Nacimientos? Nace esta noche de la Virgen bendita; va a nacer, por su gracia, en el corazón de los pastores que son las primicias de toda la cristiandad; y nace eternamente en el seno del Padre, en los esplendores de los Santos: este triple nacimiento debe ser venerado con un triple homenaje.

La primera Misa celebra el Nacimiento según la carne. Los tres Nacimientos son otras tantas efusiones de la luz divina; ahora bien, ha llegado la hora en que el pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz y en que amaneció el día sobre los que moraban en la región de las sombras de la muerte. La noche es oscura fuera del santo templo donde nos hallamos: noche material por ausencia del sol; noche espiritual a causa de los pecados de los hombres que duermen en el olvido de Dios o vigilan para el crimen. En Belén, en torno al establo y en la ciudad, hay tinieblas; y los hombres que no han querido hacer sitio al divino Huésped descansan en una grosera paz; por eso no les despertará el concierto de los Ángeles.

La belleza del Sacrificio atrae al mismo tiempo hacia el altar las miradas de los fieles. El coro entona el cántico de entrada, el Introito. Es el mismo Dios quien habla; habla a su Hijo al que hoy ha engendrado. En vano las naciones intentarán sacudir su yugo; este niño las sabrá sujetar y reinará sobre ellas, porque es el Hijo de Dios.

Misa de la Aurora

Terminado el Oficio de Laudes, concluyen los cantos de regocijo, por medio de los cuales la Iglesia da gracias al Padre de los siglos, por haber hecho nacer al Sol de justicia: es hora ya de celebrar el segundo Sacrificio, el Sacrificio de la aurora. En la primera Misa la Santa Iglesia ha honrado el nacimiento temporal del Verbo según la carne; ahora va a celebrar un segundo nacimiento del mismo Hijo de Dios, nacimiento de gracia y de misericordia, que se realiza en el corazón del fiel cristiano.

Permanezcan nuestros ojos fijos en el altar como los de los pastores en el pesebre; busquemos allí como ellos al Niño recién nacido, envuelto en pañales. Al entrar en el establo, no sabían todavía a quién iban a ver; pero sus corazones estaban preparados. De pronto le ven, y sus ojos se posan en este Sol divino. Jesús desde el fondo del pesebre les dirige una amorosa mirada; quedan iluminados y se hace de día en sus corazones. Seamos dignos de que se realice en nosotros aquella frase del príncipe de los Apóstoles: “La luz brilla en un lugar oscuro, hasta el momento en que resplandezca el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana” (II Pedro, I, 19).

Ha llegado ya esta aurora bendita para nosotros; el divino Oriente que aguardábamos ha aparecido ya y, no se ocultará más en nuestra vida: en adelante hemos de temer más que nada a la noche del pecado de la que Él nos libra. Somos los hijos de la luz y los hijos del día (I Tes., V, 5); ya no hemos de conocer el sueño de la muerte; pero deberemos estar siempre en vela, acordándonos de que los pastores velaban cuando el Angel los habló y se abrieron los cielos sobre sus cabezas.

Misa del día de Navidad

El misterio que honra la Iglesia en esta Misa tercera es el Nacimiento eterno del Hijo de Dios en el seno del Padre. Ha celebrado ya a media noche al Hijo del Hombre saliendo del seno de la Virgen en el establo; al divino Niño naciendo en el corazón de los pastores al apuntar la aurora; en este momento va a asistir a un nacimiento más prodigioso aún, si cabe, que los dos anteriores, un nacimiento cuya luz deslumbra las miradas angélicas, y que es por sí mismo el testimonio eterno de la sublime fecundidad de nuestro Dios. El Hijo de María es también el Hijo de Dios; es obligación nuestra proclamar hoy la gloria de esta inefable generación, que le hace consubstancial a su Padre, Dios de Dios, Luz de la Luz. Elevemos nuestra vista hasta ese Verbo eterno que estaba al principio con Dios y sin el que Dios no estuvo nunca; porque es la forma de su sustancia y el esplendor de su verdad eterna.

La Santa Iglesia comienza los cantos del tercer Sacrificio con una aclamación al Rey recién nacido. Ensalza el poderío real que como Dios posee antes de que el tiempo exista, y que recibirá como hombre el día en que cargue con la Cruz sobre sus espaldas. Es el Ángel del gran Consejo, o sea, el enviado por el cielo para llevar a cabo el plan sublime ideado por la Santísima Trinidad para salvar al hombre por medio de la Encarnación y de la Redención. En ese Altísimo Consejo tuvo su parte el Verbo; su celo por la gloria de su Padre, junto con su amor a los hombres, hacen que tome ahora esta tarea sobre sus hombros.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

La Vigilia de Navidad


¡Oh inefable Misterio! ¡Qué sublimidad en esta aparente bajeza! ¡Cuánto poder en esa humildad! Pero aún no se ha humillado bastante el soberano Señor. Ha recorrido las moradas de los hombres y los hombres no han querido recibirle. Y se va a buscar una cuna al establo de unos animales irracionales: allí, en espera de los cantos angélicos, de los homenajes de los Pastores y de la adoración de los Magos, encuentra al “buey que reconoce a su amo y al asno atado al pesebre de su Señor”. ¡Oh Salvador de los hombres, Jesús, Emmanuel! también nosotros nos dirigimos al establo; no consentiremos que el Nacimiento de esta próxima noche se realice en la soledad y en el abandono. Ahora vas llamando a las puertas, y los hombres no quieren abrirte. Te rogamos que entres; estamos vigilando a la puerta. “Ven, pues, Señor Jesús, ven”.

Por fin, dice San Pedro Damiano en su sermón para este día, “henos ya llegados de la alta mar al puerto, de la promesa a la realidad, de la desesperación a la confianza, del trabajo al descanso, del destierro a la patria”.

“Santificaos, oh hijos de Israel, y estad preparados; porque mañana descenderá el Señor”. Solo lo que queda de este día, y apenas media noche, nos separan ya de la gloriosa visita, y nos ocultan todavía al Hijo de Dios y su admirable Nacimiento. Daos prisa, horas veloces; terminad pronto vuestra carrera, para que podamos ver cuanto antes al Hijo de Dios en la cuna, y honrar esa Natividad, que es la salvación del mundo.

Abatid, pues, el orgullo de vuestras miradas, la osadía de vuestra lengua, la crueldad de vuestras manos, la sensualidad de vuestros deseos; apartad vuestros pies de la veredas tortuosas, y luego venid y ved si el Señor no rasga esta noche los Cielos y desciende hasta vosotros y arroja todos vuestros pecados al fondo del mar.

Este santo día es, en efecto, un día de gracia y de esperanza, y debemos pasarlo en santa alegría.

Participemos del espíritu de la santa Iglesia y preparémonos con el corazón rebosante de alegría a salir al encuentro del Salvador, que viene a nosotros. Pensemos ya desde la madrugada que no volveremos a acostarnos sin haber visto nacer, en una hora sagrada, al que viene a iluminar a todas las criaturas; porque es obligación de todo fiel hijo de la Iglesia Católica, celebrar con ella esta feliz noche en la que todo el mundo, a pesar del enfriamiento de la piedad, honra todavía la venida de su Salvador, como último rescoldo de la piedad antigua, que no se habría de apagar sin gran perjuicio para la tierra.

“Una voz de alegría ha resonado en nuestra tierra, dice a este propósito San Bernardo en su primer Sermón sobre la Vigilia de Navidad; una voz de triunfo y de salvación en las tiendas de los pecadores. Acabamos de oír una dulce palabra, una palabra de consuelo, una frase llena de encanto, digna de ser recogida con el más solícito cuidado. Montañas, haced resonar las alabanzas; aplaudid, árboles del bosque, a la vista del Señor; porque he aquí que viene. Escuchad, oh cielos; atiende, oh tierra; pasmáos y cantad loores, oh criaturas; pero sobre todo tú, oh hombre: ¡Jesucristo, Hijo de Dios, Nace en Belén de Judea! ¿Qué corazón, por muy de piedra que fuere, qué alma no se derrite al oír estas palabras? ¿Hay noticia más dulce? ¿Hay pregón más deleitoso? ¿Se oyó nunca cosa semejante? ¿Recibió jamás el mundo algún don parecido? ¡Oh breve frase que nos anuncia al Verbo anonadado! ¡Cuán cargada estás de dulzura! El encanto de una suavidad tan meliflua nos invita a comentarla; pero faltan las palabras”.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

Sobre el Misterio de la Navidad (III)


5º Sentimientos interiores del alma co-sacerdotal y corredentora de María

Como Asociada de la obra redentora de Cristo, María participó plenamente de todos los sentimientos y disposiciones interiores del Corazón de Jesús: alegría, consagración total a Dios, religión; pero revistiéndolas de lo que le era propio como Mujer, a saber, de un amor de Madre. Al primer Adán y a la primera Eva Dios los castigó con lo que les era propio: a Adán a ganar el pan con el sudor de su frente; a Eva, a dar a luz a sus hijos con dolor, y a estar sometida a su marido. Del mismo modo, para redimirnos, el nuevo Adán y la nueva Eva tomaron sobre sí esta doble maldición, cada uno según lo que le era propio: a Cristo le tocó realizar la redención de las almas bajo forma de un penoso trabajo, que le costaría el sudor de su rostro y la sangre de sus venas; a María le tocó realizar la misma obra bajo una forma más materna, dando a luz a las almas con los dolores de su compasión, y ello en gran dependencia y sumisión respecto de su Esposo, Cristo.

Gran amor de Madre. Dios se complugo en derramar en el Corazón de María todo el amor necesario para amar dignamente y como Madre al Verbo encarnado, y todo el amor necesario para mostrarse solícita y sacrificada, también como Madre, por la salvación y santificación de las almas. Teniendo en cuenta que, por ser inmaculada, la Virgen María jamás puso trabas al crecimiento de la caridad, su Corazón se encontró perfectísimamente dilatado por el amor: por el amor a su Hijo, a quien ofreció siempre, animada por una ardentísima fe, las adoraciones que le debía como Dios, y la ternura y los oficios que le incumbían como Madre; y por el amor a todos sus otros hijos, que son todos aquellos a los que, juntamente con Jesús, Ella había concebido.

Gran dependencia y sumisión respecto de Cristo. Así como Cristo sólo nace y vive para gloria del Padre, María sólo nace y vive para gloria de Cristo. Toda su existencia se resume a darle a luz, alimentarlo, educarlo, cuidarlo y protegerlo; a colaborar con su obra, a compartir sus disposiciones, imitar sus virtudes, vivir sus estados, estar continuamente asociada a sus misterios, y ser luego glorificada juntamente con El. Desde entonces, ¡qué incesantes intercambios hubo entre las almas de Jesús y María! De parte de Jesús, donaciones tales a María, y de parte de María, correspondencias tales que, después de la unión de las personas divinas en la Trinidad y de la unión hipostática en la Encarnación, no se puede concebir otra mayor que la existente entre Jesús y María.

Fuente: Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora, Hojitas de Fe nº 332

Sobre el Misterio de la Navidad (II)


3º Doble privilegio singular de María: Maternidad divina y Virginidad perpetua

Dentro del misterio de la Encarnación, a la Virgen Santísima le corresponde, por una triple conveniencia, el doble privilegio de la Maternidad divina y de la Virginidad perpetua:

En razón de Cristo. En todos los misterios del Verbo encarnado se manifiesta a la vez su humanidad y su divinidad: envuelto en pañales como Niño, unos ángeles anuncian a los pastores su nacimiento; reclinado en un pesebre como Infante, una estrella conduce a los Magos ante su presencia; circuncidado como descendiente de Abraham, se le impone un nombre divino. Por ese mismo motivo, de tal modo nace de Mujer (Maternidad divina), que conserve Ella su integridad (Virginidad perpetua).

En razón de la misma Virgen. El Verbo encarnado no quiere hacer solo su obra, sino que, como nuevo Adán, quiere contar con “una Ayuda semejante a Sí”, María (Gen. 2, 18), a quien le toca ser junto a Cristo, en la obra de la Redención, lo que Eva fue junto a Adán en la obra de nuestra caída y perdición. Para ello Jesucristo le concede: la Maternidad divina, como el lazo exterior y oficial que la consagra como Asociada indisoluble de Cristo, tanto en su persona como en su obra; y la Virginidad perpetua, para mostrar que la regeneración que Cristo y María vienen a traer, como nuevos padres de la humanidad, no es carnal, sino espiritual.

En razón de nosotros. Estos dos privilegios manifiestan, finalmente, la gran misión de María: ser nueva “Eva”, esto es, ser “vida”, ser la Madre de todos los vivientes: de Cristo, Primer Viviente en cuanto hombre; y de todo su cuerpo místico, formado por las almas redimidas.

4º Sentimientos internos del alma sacerdotal de Jesús, el Verbo encarnado

El principal sentimiento que brota del Corazón de carne de Jesús es una profunda alegría al ver los muchos frutos y ventajas que, tanto la gloria de su Padre como la salvación de las almas, encuentran en la humanidad sacratísima que asume en unión de persona, y que, sin esta humanidad, no se habrían dado jamás. Tales son, a modo de ejemplo: la Creación queda coronada por su Creador; Dios recibe de la Creación toda la gloria que se le debe, y eso en una proporción justísima, esto es, rigurosamente infinita; nuestro linaje recibe en Cristo a su verdadera Cabeza; a su Pontífice, Víctima y Mediador ante el Padre; a su Modelo perfecto en su persona, palabras y acciones; la humanidad de Cristo santifica en sí misma todas nuestras acciones, deberes y estados; es más, por esa santa humanidad de tal modo se identifica El con nosotros, que puede pagar por nuestros pecados; y de tal modo nos identifica a nosotros con El, que podemos compartir su vida divina; la humanidad de Cristo queda definitivamente convertida y establecida en la “via ad Deum”, en el medio infalible para llegar al Verbo y, por el Verbo, al seno del Padre: “Nadie va al Padre sino por Mí” (Jn. 14, 6).

Por lo tanto: el Verbo se goza inmensamente por todo lo que su santa humanidad le aporta y permite hacer; y su humanidad se goza también inmensamente por la dignidad y excelsas funciones a que se ve elevada por el Verbo y en el Verbo, y por la disposición radical de quedar completamente consagrada a la gloria del Padre.

Así como nada hay de más fijo en el Verbo que su condición de Hijo de Dios, nada hay de más estable en la humanidad que asume, después de su cualidad de Hijo de Dios, que su total consagración a los intereses del Padre; de modo que nace y vive sólo para dar satisfacción a las voluntades infinitamente amables del Padre. Cristo es un trono en el que sólo Dios se sienta, un reino en el que todo se le somete enteramente, y en el que se cumple perfectísimamente su voluntad. Esta consagración total a Dios brota imperiosamente de la conciencia del alma de Cristo, merced a su visión beatífica, que le hace comprender a qué punto depende totalmente de Dios, y ha de vivir sólo por sus intereses.

Con esta consagración total a los intereses del Padre, Cristo se convierte en el religioso del Padre. De su disposición radical de consagrado brotan, como de una fuente inagotable, los mismos cuatro ríos caudalosos que regaban todas las acciones de María, y que riegan, aunque de manera infinitamente más perfecta, todos los actos de Nuestro Señor Jesucristo: la adoración: Jesús contempla en el Verbo la infinita majestad de Dios, adora sus divinas perfecciones y reconoce sus derechos soberanos; igualmente, conoce su nada radical en cuanto hombre, y se somete totalmente a sus voluntades; la acción de gracias: Jesús, también en el Verbo, se ve colmado de los más excelsos dones, tanto en Sí mismo como Cabeza, como en todos sus miembros místicos; de ahí la suma gratitud que tributa al Padre; la expiación: Jesús, para agradecer al Padre lo que de Él ha recibido, acepta gustoso la inmolación y destrucción de Sí mismo para reparar la gloria de Dios; la impetración: Jesús, viéndose establecido Mediador entre Dios y los hombres, comienza al punto su misión de dar Gloria a Dios en las alturas (de parte de toda la creación), y Paz a los hombres de buena voluntad (de parte de Dios).

Fuente: Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora, Hojitas de Fe nº 332

Santo Tomás, Apóstol


Es la última fiesta que va a celebrar la Iglesia antes del Nacimiento de su Señor y Esposo. Las Ferias mayores son interrumpidas para honrar a Santo Tomás, Apóstol de Cristo, cuyo glorioso martirio, consagró este día para siempre, procurando al pueblo cristiano un poderoso introductor ante el divino Mesías. Era muy conveniente la aparición de este gran Apóstol en el ciclo en estos días, para que su intercesión ayudase a los fieles a creer y esperar en ese Dios a quien no ven todavía, y que va a venir a ellos sin ruido ni esplendor, para probar su Fe. También Santo Tomás dudó un día, y sólo comprendió la necesidad de la fe después de haber pasado por las sombras de la incredulidad: Justo es que acuda ahora en ayuda de los hijos de la Iglesia y que les haga fuertes contra las tentaciones que les podrían sobrevenir por parte de la orgullosa razón. Dirijámonos, pues, a él confiadamente; y desde el trono refulgente en que se ha colocado con su arrepentimiento y su amor, pedirá seguramente para nosotros la docilidad de la inteligencia y del corazón que necesitamos, para ver y reconocer a Aquel que es el Deseado de las naciones, y que a pesar de estar destinado a reinar sobre ellas sólo anunciará su llegada por unos débiles vagidos de niño, y no por la voz potente de un amo. Mas, leamos ya el relato de los Hechos del santo Apóstol. Nos lo presenta la Iglesia en forma abreviada:

El Apóstol Tomás, llamado también Dídimo, era natural de Galilea. Después de recibir el Espíritu Santo, predicó el Evangelio en diversas provincias. Enseñó los mandamientos de la fe y de la vida cristiana a los Partos, Medos, Persas, Hircanianos y Bactrienos. Llegó hasta la India, a cuyos pueblos predicó también la religión cristiana. En este país logróse captar la admiración de todos por la santidad de su vida y doctrina, y por la fama de sus milagros: consiguiendo encender en los corazones un vivo amor de Jesucristo. Irritóse el rey de la región, pues era un fanático idólatra; por orden suya fue condenado a muerte el santo Apóstol y traspasado con saetas en Calamina, añadiendo al honor del apostolado la corona del martirio.

¡Oh Apóstol glorioso, evangelizador de tantas naciones infieles! a ti se dirigen ahora las almas fieles, para que las acerques a ese mismo Cristo, que dentro de cinco días va a revelarse a la Iglesia. Ante todo, para merecer presentarnos ante su divina presencia necesitamos una luz que nos conduzca hasta El. Esa luz es la Fe: pídela para nosotros. El Señor se dignó condescender un día con tu flaqueza, asegurándote en las dudas que tenías sobre la realidad de su Resurrección; ruega para que se digne sostener también nuestra poca fe, haciéndose sensible a nuestro corazón. Con esto, no queremos pedir, oh santo Apóstol, una visión clara, sino sólo una Fe sencilla y dócil, pues el que viene a nosotros, dijo también cuando se te apareció: Felices los que no vieron y creyeron. Queremos ser de este número. Alcánzanos, pues, esa Fe que nace del corazón y de la voluntad, para que, en presencia del divino Niño envuelto en pañales y recostado en el pesebre, podamos también exclamar contigo: ¡Señor mío y Dios mío! Ruega, oh santo Apóstol, por las naciones que evangelizaste y que han vuelto a sumirse en las sombras de la muerte. Haz que llegue pronto el día en que el Sol de justicia vuelva a iluminarlas. Bendice las fatigas de los hombres apostólicos que consagran sus sudores y su sangre a la obra de las Misiones; logra que se abrevien los días de las tinieblas, y que las regiones regadas con tu sangre, vean por fin comenzar el reino de Dios que tú las anunciaste y nosotros esperamos.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

Sobre el Misterio de la Navidad (I)


1º Dios decide la Encarnación del Verbo

Por una voluntad sumamente libre, Dios quiso crear. Esta creación tenía como fin narrar la gloria de Dios por la manifestación de sus infinitas perfecciones. Ahora bien, esta gloria exterior de Dios sólo era posible con la existencia de creaturas inteligentes, destinadas no sólo a manifestar las perfecciones de Dios -como las demás-, sino también a reconocerlas y adorarlas. Por eso Dios coronó su creación con los ángeles y con los hombres.

El pecado de los ángeles y de Adán pareció frustrar esta glorificación de Dios por parte de su creatura, pero Dios decidió restaurar su plan de manera más admirable que el plan original: decreta que el Verbo en persona se haga hombre, entre así en su propia creación, y dirija el concierto de alabanza y glorificación que la creación le debe a su Hacedor. Con todo, el plan de Dios revestiría ahora una nueva modalidad: Cristo, el Verbo encarnado, no sólo sería el Pontífice de la Creación, sino también la Víctima de su propio pontificado, por quedar constituido como Redentor de la humanidad.

Las tres divinas personas intervienen en el misterio de la Encarnación: Dios Padre, entregando por amor a su Hijo Unigénito: “Así amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito” (Jn. 3, 16); Dios Hijo, ofreciéndose a revestir nuestra naturaleza humana para realizar la misión redentora: “Siendo el Hijo de Dios, se anonadó a Sí mismo, reduciéndose a la condición de hombre” (Flp. 2, 7); Dios Espíritu Santo, produciendo en el seno de la Virgen María la naturaleza humana del Verbo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 1, 35).

2º Modo de realizarse la Encarnación del Verbo

La naturaleza humana del Verbo es sacada, como la de Adán al principio de la creación, de una tierra virgen, especialmente preparada para recibirla: María Santísima, el paraíso de Dios, en cuyo interior hay toda clase de árboles (virtudes), los cuatro ríos que la riegan (adoración, expiación, acción de gracias e impetración, que inspiraron siempre todas las acciones de la Virgen María), el árbol de la ciencia del bien y del mal (la sumisión perfecta a Dios), y el árbol de la vida (su divino Hijo Jesús). También como al comienzo de la creación, en que el Espíritu Santo estaba incubando las aguas, en este momento se cierne sobre María, para fecundarla y producir de Ella al Hombre Dios. Y así como Dios puso a Adán en el paraíso para que lo custodiara y lo trabajara, del mismo modo hará Jesús con su Madre: la custodiará y la trabajará con toda clase de gracias y privilegios.

Apenas creada, esta naturaleza de Cristo, por encima de la de Adán, es adornada con la unión hipostática al Verbo de Dios, y con una gracia capital que la convierte en nueva Cabeza de la humanidad, haciéndola capaz de representarnos según una doble solidaridad: una solidaridad de Dios con nosotros, por la cual Él se digna cargar con nuestros pecados para expiarlos en nuestro nombre; y una solidaridad de nosotros con Dios, por la cual nos hace participes de todos sus merecimientos y de su vida divina.

Finalmente, no quiere Dios que este nuevo Adán esté solo: por eso de El crea, también de su costado, a la nueva Eva, la Iglesia, con la que forma una sola carne, un solo cuerpo místico.

Fuente: Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora, Hojitas de Fe nº 332

Domingo Cuarto de Adviento


Henos ya en la Semana que precede inmediatamente al Nacimiento del Mesías: dentro de siete días lo más tarde le tendremos entre nosotros; tal vez, este Advenimiento tan deseado ocurra dentro de seis, de tres días, o mañana mismo según la extensión del Adviento que varía cada año. La Iglesia cuenta ya las horas de espera; día y noche está vigilante y sus Oficios toman una extraordinaria solemnidad a partir del 17 de diciembre. En Laudes varía diariamente las antífonas; en Vísperas exterioriza con majestad y ternura al mismo tiempo sus ansias de Esposa por medio de ardientes exclamaciones al Mesías, en las que le da todos los días un título magnífico tomado de los Profetas.

Hoy va a dar el último golpe para conmover a sus hijos. Con ese fin los transporta al desierto; les muestra a Juan Bautista, de cuya misión les ha hablado ya en el domingo tercero. La voz de este austero Percusor traspasa el desierto y se ha hecho oír en las ciudades. Predica la penitencia, la necesidad de purificarse en espera del que va a venir. Hagamos unos días de retiro; y si, por nuestras ocupaciones externas, no lo podemos hacer, apartémonos a lo más recóndito de nuestro corazón y confesemos nuestros pecados, como aquellos verdaderos Israelitas, que llenos de compunción y fe en el Mesías, acudían a los pies de Juan Bautista para concluir su obra de preparación a un digno recibimiento del Mesías.

Pues bien, he ahí a la santa Iglesia que, antes de abrir el libro del Profeta, nos dice como de ordinario, pero con una mayor solemnidad:

El Señor está ya cerca: venid, adorémosle.

Del Profeta Isaías

El desierto y la tierra árida se alegrarán, saltará de gozo la soledad y florecerá como el lirio; florecerá y saltará de gozo entre júbilos y cantos de triunfo. Les serán dadas las galas del Líbano, la magnificencia del Carmelo y del Sarón.

Verán la gloria del Señor, la magnificencia de nuestro Dios. Fortificad las manos débiles, robusteced las rodillas flojas.

Decid a todos los que tienen el corazón turbado: ¡ánimo, valor, he ahí a vuestro Dios! Se acerca la venganza, el castigo de Dios; ¡Él mismo viene para salvaros!

Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y las orejas de los sordos; entonces el cojo saltará como el ciervo, y la lengua de los mudos entonará cánticos de triunfo.

Santo camino, abierto ante los desterrados libres.

Porque en el desierto brotarán fuentes de agua viva, y los arroyos correrán por la soledad; la tierra árida se trocará en estanque, y el suelo seco en manantiales; las cuevas que eran guarida de chacales será un jardín de cañas y de juncos.

Habrá allí un camino expedito que se llamará el Camino santo; ningún impuro transitará por él. El Señor mismo conducirá al viajero; y ni los lerdos se perderán. No habrá allí leones, ni pondrá allí el pie bestia alguna feroz; por allí caminarán los que hayan sido libertados, los rescatados por el Señor.

Vendrán a Sión entre cánticos de triunfo; una eterna alegría coronará sus cabezas. Les invadirá él gozo y la alegría; y huirán la tristeza y el llanto para siempre.

Muy grande será, pues, oh Jesús el gozo de tu venida, si ha de resplandecer en nuestra frente por siempre como una corona. ¿Y cómo no ha de ser así? Hasta el desierto, al acercarte, florece como un lirio, y del seno de la tierra más estéril saltan arroyos de aguas vivas. ¡Oh Salvador!, ven cuanto antes a darnos este Agua que mana de tu Corazón y que es la que con tanta insistencia te pedía la Samaritana, imagen de nosotros pecadores. Este Agua es tu gracia: rocié nuestra sequedad y también nosotros floreceremos; apague nuestra sed y correremos con fidelidad tras tus huellas por el camino de tus mandamientos y de tus ejemplos ¡oh Jesús! Tú eres nuestro Camino, nuestro sendero hacia Dios; y Tú mismo eres Dios; eres por tanto, también el término de nuestro camino. Habíamos perdido el camino, nos habíamos alejado como ovejas errantes: ¡cuán grande es tu amor en venir a buscarnos! Para enseñarnos el camino del cielo, te dignas bajar desde allá arriba y quieres también acompañarnos. En adelante no desfallecerán nuestros brazos, ni temblarán nuestras rodillas; nos consta que es el amor quien le ha movido. Sólo una cosa nos apena: el ver que nuestra preparación no es perfecta. Tenemos todavía ataduras que romper; ayúdanos ¡oh Salvador de los hombres! Queremos escuchar la voz de tu Precursor y enderezar todo lo que te podría hacer tropezar en el camino de nuestro corazón ¡oh divino Infante! bauticémonos nosotros en el Bautismo de la penitencia, y luego vendrás Tú a bautizarnos en el amor y en el Espíritu Santo.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

Beatos Pontífices

Beatos Víctor III, Urbano II, Eugenio III, Gregorio X, Inocencio V, Benedicto XI, Urbano V e Inocencio XI, rogad por la Santa Iglesia Católica

16 de septiembre: En Montecasino, beato Víctor III, sucesor de san Gregorio VII, que ilustró con nuevo esplendor la Sede Apostólica, consiguiendo, con el favor divino, una insigne victoria contra los Sarracenos. Su culto, introducido desde tiempo inmemorial, fue aprobado y confirmado por León XIII.

29 de julio: En Roma, beato Urbano II, el cual, siguiendo las pisadas de san Gregorio VII, resplandeció por el celo de la doctrina y de la religión, excitó a los fieles cruzados a rescatar del poder de los infieles los Santos Lugares de Palestina. El culto que desde tiempo inmemorial se le tributaba fue ratificado y confirmado por León XIII.

8 de julio: En Roma, beato Eugenio III, el cual, después de haber regido con gran fama de santidad y prudencia el monasterio de Aquas-Salvias, elevado al Sumo Pontificado, gobernó santísimamente la Iglesia universal. Pío IX aprobó y confirmó el culto que desde tiempo inmemorial se le tributaba.

10 de enero: En Arezzo de Toscana, el beato Gregorio X, que de Arcediano de Lieja elegido Papa, celebró el Concilio II de Lyon, y por haber recibido a los Griegos en la unidad de la fe, compuesto las discordias de los cristianos y emprendido la reconquista de la Tierra Santa, fue benemérito de la Iglesia universal, que gobernó santísimamente. El papa Clemente XI lo beatificó en 1713 después de la confirmación de su culto.

22 de junio: En Roma, beato Inocencio V, de la Orden de Predicadores, Confesor, que trabajó con suavidad y prudencia para defender la libertad de la Iglesia y la concordia de los Cristianos. Su culto lo aprobó y confirmó León XIII.

7 de julio: En Perusa, el beato Benedicto XI, Dominico; el cual, en el corto tiempo de su Pontificado, promovió maravillosamente la paz de la Iglesia, el restablecimiento de la disciplina y el incremento de la religión. Su culto fue confirmado por Clemente XII.

19 de diciembre: En Aviñón, beato Urbano V, que, por haber restituido la Sede Apostólica a Roma, llevado a cabo la unión de los Griegos con los Latinos y reprimido a los infieles, fue muy benemérito de la Iglesia. Su culto, ya muy antiguo, lo aprobó y confirmó Pío IX.

12 de agosto: Beato Inocencio XI. Se doctoró en Nápoles. Vino a Roma y ordenado sacerdote, primeramente tuvo cargos en la Curia y después fue creado Cardenal. Destinado a la diócesis de Novara, fue en ella un buen y solícito pastor. Vuelto a Roma, en 1676 tomó el supremo gobierno de la Iglesia, a la que guio sabiamente y con mano firme a través de dolorosas contrariedades y en tiempos difíciles. Fue beatificado por Pío XII.

Oración

Oh Dios, que libras del terror de las puertas infernales a tu Iglesia, fundada en la solidez de la roca apostólica: concede, te suplicamos, que persistiendo en tu verdad por la intercesión de los bienaventurados Sumos Pontífices, sea fortificada con una continua seguridad. Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.

Fuente: Cf. Martirologio Romano

El monte de la perfección (II)


El único camino que puede conducir a la cima de la perfección es el áspero sendero de la nada, que deja a un lado los dos caminos cómodos “de espíritu imperfecto”, los cuales mueren a la mitad del monte, haciendo imposible la subida. El espíritu imperfecto es el asido a los bienes de la tierra desordenadamente por el propio interés y satisfacción.

Para salir del “camino de espíritu imperfecto” es necesario, por lo tanto, no amar nada si no es en plena conformidad con la voluntad de Dios; ya que todo objeto amado por sí mismo y no según el divino querer, se convierte para nosotros en una fuente de preocupación, de deseos, de agitación y de ansia, atormentando nuestro corazón y empujándonos insaciablemente en busca de nuestro gusto. ¡Oh, cuántos “móviles” que no son la voluntad de Dios hay en un alma asida a las cosas criadas! Una tal alma se encuentra precisamente en esos “caminos de espíritu imperfecto”, que nunca la llevarán a la meta. Por eso está escrito junto a ellos: “Bienes de la tierra: ni eso. Bienes del cielo: ni esotro”, y, por consiguiente, nada. Sobre este mismo concepto fundamental vienen a insistir los versos que se encuentran en la base del monte: Para venir a gustarlo, a saberlo, a poseerlo, a serlo “todo”, no quieras gustar, ni saber, ni poseer, ni ser “nada”, Debes proseguir tu camino sin “gustar”, sin “saber”, sin “poseer”; debes ir por donde no eres. Es el camino árido y desolado de la purgación del sentido y del espíritu, que aniquila al alma para disponerla al encuentro profundo con Dios, al “todo” de la plena conformidad de su voluntad con la voluntad divina.

“¡Oh, Señor mío, cómo se os parece que sois poderoso! No es menester buscar razones para lo que Vos queréis, porque sobre toda razón natural hacéis las cosas tan posibles, que dais a entender bien que no es menester más de amaros de veras y dejarlo de veras todo por Vos, para que Vos, Señor mío, lo hagáis todo fácil. Bien viene aquí decir que fingís trabajo en vuestra ley; porque yo no lo veo, Señor, ni sé cómo es estrecho el camino que lleva a Vos. Camino real veo que es, que no senda; camino que, quien de verdad se pone en él, va más seguro. Muy lejos están los puertos y rocas para caer, porque lo están de las ocasiones. Senda llamo yo, y ruin senda y angosto camino, el que de una parte está un valle muy hondo adonde caer y de la otra un despeñadero; no se han descuidado, cuando se despeñan y se hacen pedazos. El que os ama de verdad, Bien mío, seguro va por ancho camino y real: lejos está el despeñadero; no ha tropezado tantico, cuando le dais Vos, Señor, la mano. No basta una caída ni muchas, si os tiene amor y no a las cosas del mundo, para perderse: va por el valle de la humildad. No puedo entender qué es lo que temen de ponerse en el camino de la perfección. El Señor, por quien es, nos dé a entender cuán mala es la seguridad en tan manifiestos peligros como hay en andar con el hilo de la gente y cómo está la verdadera, seguridad en procurar ir muy adelante en el camino de Dios. Los ojos en Él, y no hayan miedo se ponga este Sol de Justicia, ni nos deje caminar de noche para que nos perdamos, si primero no le dejamos a Él. No temen andar entre leones, que cada uno parece que quiere llevar un pedazo, que son las honras, y deleites, y contentos semejantes, que llama el mundo, y acá parece hacer el demonio temer de musarañas. Mil veces, me espanto y diez mil querría apartarme a llorar, y dar voces a todos, para decir la gran ceguedad y maldad mía, por si aprovechase algo para que ellos abriesen los ojos. Abráselos el que puede por su bondad, y no permita se me tornen a cegar a mí. Amén(S. Teresa de Jesús)

Fuente: Cf. P. Gabriel de Santa María Magdalena o.c.d., Intimidad Divina

San Eusebio de Vercelli, Obispo y Mártir


Nació en Cerdeña, fue Lector de la Iglesia romana, y luego obispo de Vercelli. Fue el primero de los Obispos de Occidente que introdujo en su Iglesia monjes, para ejercer las funciones clericales. Luchó contra el arrianismo, y en nombre del papa Liberio acudió al emperador para solicitar la celebración de un concilio. Reunióse éste en Milán; asistió a él Eusebio, pero se negó a unirse a los obispos arrianos, siendo por estos desterrado. Enviado a Escitópolis, y deportado luego a Capadocia y Tebaida, tuvo que sufrir indeciblemente por la fe. A la muerte del emperador Constancio pudo regresar, no sin antes haber asistido al Concilio de Alejandría. Publicó entonces los Comentarios de Orígenes y de Eusebio sobre los Salmos, traducidos por él del griego al latín. Murió el primero de agosto del año 371.

El nombre del intrépido Eusebio de Vercelli viene a unirse a la memoria de los defensores de la divinidad del Verbo, que la Iglesia honra en el tiempo de Adviento. La fe católica, conmovida hasta sus fundamentos en el siglo IV por la herejía arriana, se mantuvo firme gracias a los trabajos de cuatro ilustres Pontífices: Silvestre, que confirmó el Concilio de Nicea: Julio, que apoyó a San Atanasio; Liberio, cuya fe no flaqueó y que vuelto a la libertad supo confundir a los Arrianos; y Dámaso que les asestó los últimos golpes. Celebra la Iglesia en el tiempo de Adviento la memoria de uno de estos cuatro Papas, llamado Dámaso. Al lado de los Pontífices Romanos, luchan por la divinidad del Verbo cuatro grandes obispos, de los que se puede decir, que su causa estaba unida a la del mismo Hijo de Dios, de suerte que condenarles a ellos era condenar al mismo Cristo; los cuatro fueron poderosos en obras y palabras, lumbrera de las Iglesias, amados por sus fieles, e invictos confesores de Cristo. El mayor de los cuatro es San Atanasio, obispo de la segunda Sede de la Iglesia, Patriarca de Alejandría; el segundo es San Ambrosio de Milán, que hemos celebrado hace pocos días; el tercero es San Hilario, obispo de Poitiers, gloria de las Galias; el cuarto San Eusebio, a quien hoy honramos; vendrán en seguida Hilario, para confesar al Verbo eterno junto a su cuna; y Atanasio aparecerá también a su tiempo, proclamando la triunfante Resurrección de Aquel a quien defendió con generosa valentía, en aquellos días tenebrosos en que la humana prudencia hubiera podido prever la ruina del reino de Cristo, que después de haber triunfado de tres siglos de persecuciones parecía no iba a poder sobrevivir a cincuenta años de paz. San Eusebio ha sido, pues, escogido para conducir a los fieles hasta el pesebre, y revelarles allí al Verbo divino bajo las apariencias de nuestra frágil humanidad. Tan grandes fueron los trabajos que tuvo que sufrir por la defensa de la divinidad de Cristo, que la Iglesia le ha concedido los honores del Martirio, aunque no haya derramado su sangre en el tormento.

¡Oh Eusebio, Pontífice y Mártir, atleta invencible de Cristo a quien esperamos, cuán grandes fueron tus trabajos y sufrimientos en pro de la causa de ese divino Mesías! Con todo, pareciéronte a ti muy llevaderos, en comparación de la deuda que tenías contraída con el Verbo eterno del Padre a quien su amor llevó hasta hacerse siervo de su criatura por su Encarnación. También nosotros hemos contraído idénticas obligaciones con el Salvador divino. Por nosotros como por ti va a nacer de una Virgen; ruega, pues, para que nuestro corazón le sea fiel lo mismo en la paz que en la guerra, lo mismo frente a nuestros malos instintos y tentaciones, que frente a los poderes mundanos. Da fortaleza a los Prelados de la Santa Iglesia, para que ningún error logre burlar su vigilancia, ni persecución alguna derrocar su valor. Haz que sean fieles imitadores del buen Pastor que da la vida por sus ovejas, y que apacienten siempre a su rebaño dentro de la unidad y el amor de Cristo.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

El monte de la perfección (I)


San Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia, fue el instrumento providencial para ayudar a Santa Teresa de Jesús en la renovación de la Orden Carmelita. Es guía indiscutible en los caminos del espíritu. Célebres son sus tratados: Subida al Monte Carmelo, Noche oscura, Cántico espiritual y Llama de amor viva. Su doctrina fue una exégesis viva del Evangelio; por eso la palabra de Dios ilumina su experiencia, y sus enseñanzas tienen alcances insospechados en la meditación de esa palabra.

“¿Quién subirá al monte del Señor?” (Sal. 23, 2). Permíteme, Señor, que me acerque al monte santo donde Tú habitas y donde sólo reina tu honor y tu gloria.

San Juan de la Cruz nos ha dejado un diseño que compendia y expresa sintéticamente toda la vida espiritual. Es el esbozo de un monte cuya cima, que representa el estado de perfección, es figurada por un circulo, y cuya subida se describe a lo largo de tres sendas que se dirigen hacia el centro del círculo, de las cuales sólo una -la más estrecha- llega hasta él; es la senda de la “nada”, es decir, de la abnegación total, que conduce derecha hasta el centro del círculo, donde está escrito: “Sólo mora en este monte la gloria y honra de Dios”

A esta cima suprema llega el alma que, consumida por la caridad, se entrega totalmente a la voluntad divina, se mueve sólo por ella y, en consecuencia, ansía únicamente la gloria de la Trinidad Sacrosanta. “Ya por aquí no hay camino, que para el justo no hay ley”, está escrito alrededor del círculo. En efecto, el alma dominada completamente por el amor de Dios, no tiene necesidad, para cumplir su deber, del aguijón de una ley externa que la obligue a permanecer en el buen camino; la voluntad divina se ha convertido espiritualmente en el único “principio de actividad” que la mueve y la dirige en todas sus acciones. Por eso dice el Santo que, en este estado, de las dos voluntades -humana y divina- se ha hecho una sola, y esta voluntad única es la voluntad divina, que se ha convertido en voluntad del alma, la cual, echándose en brazos de aquélla, ha renunciado a cualquiera otra elección personal.

En esta alma florecen ya todas las virtudes infusas con los dones y frutos del Espíritu Santo, dándole a gustar la intimidad divina en un “eterno convite”, en una “divina sabiduría”, en un “divino silencio”.

De este modo, a través del áspero camino de la “nada”, llega el alma al “todo” inmenso de su Dios, su único tesoro, en donde se pierde y abisma.

Heme aquí, Dios mío, al pie del monte sublime de la perfección. ¿Quién me dará fuerzas para recorrer camino tan largo y escabroso?

Me anima el pensamiento de que tu amado Hijo bajó a la tierra para enseñarnos este único camino que conduce a Ti y precedernos en él. Jesús fue el primero que nos dijo: “Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt. 16, 24). ¿Pues no es ésta quizás la senda de la “nada”? Y con aquellas palabras suyas: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5, 48), ¿no nos invita también a escalar la perfección suprema donde sólo se busca la honra y gloria de Dios?

¡Sí, Señor! Tú me llamas a la santidad, y, al hacerlo, sé que no sólo me darás las gracias necesarias para alcanzarla, sino que siempre me prevendrás con tu ayuda divina y dulcemente me empujarás hacia ella. Por eso contigo, aun las cosas más difíciles, me resultan fáciles y llevaderas.

Fuente: Cf. P. Gabriel de Santa María Magdalena o.c.d., Intimidad Divina

Jesús viene para salvarme y santificarme (II)


Jesús no se ha contentado con destruir el pecado y merecernos la gracia en una medida suficiente justamente para salvarnos; ha hecho mucho más por nosotros y Él mismo ha querido revelarlo: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn. 10, 10).

Esta plenitud de vida es la plenitud de la gracia y de la vida sobrenatural, de la cual brota la santidad. La santidad no es cosa reservada a unos pocos. El buen Jesús, con su Encarnación y su muerte de Cruz, mereció para todos los que habían de creer en Él, no sólo los medios de salvación, sino también los de santificación. Siendo Él el Santo por excelencia, vino para santificarnos y nos adoctrinó así: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5, 48).

Jesús no propuso estas enseñanzas a un grupo escogido de personas, ni lo reservó a sus apóstoles o a sus íntimos, sino que lo proclamó ante la multitud que le seguía. San Pablo lo recogió de sus labios y lo anunció a los gentiles: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (Tes. 4, 3). Y la Iglesia, en nuestros tiempos, por boca del gran Papa Pío XI, lo ha inculcado repetidas veces al mundo moderno: Cristo “ha llamado a toda la humanidad a las cimas más altas de la santificación... Hay quien dice que la santidad no es una vocación común; pero realmente lo es, y todos están llamados a ella..., y el mismo Jesucristo se propuso a sí como el modelo que todos tienen que imitar”. E insiste: “Nadie crea que... [la santidad] incumbe únicamente a unos pocos hombres escogidos entre muchos, y que los demás pueden limitarse a un grado inferior de virtud. Todos absolutamente, es bien claro, se hallan comprendidos sin excepción alguna en esta ley”.

Jesús, pues, no sólo viene para salvarme, sino también para santificarme. Luego Jesús me llama también a mí a la santidad; Él me ha merecido todas las gracias necesarias para alcanzarla.

Tú que eres mi Dios, lo has dado todo, y te has entregado a Ti mismo por mí. No es, pues, mucho que me pidas en cambio que yo te dé todo lo que tengo y todo lo que soy para corresponder a tu amor. Sí, lo comprendo; no quieres que me contente con pensar únicamente en salvar mi alma, como Tú tampoco te contentaste con merecer sólo los medios necesarios para salvarme, sino que quisiste también conseguirme los que necesitaba para mi santificación. Tú lo ganaste y lo pagaste ya todo; así, mía únicamente será la culpa si no llego a ser santo.

Mas ¿cómo podrá, Señor, un alma tan débil y miserable, tan llena de defectos, de egoísmo y de ruindad como la mía, aspirar a un ideal tan alto como es el de la santidad? ¡Oh, sí; mis pretensiones serían ciertamente temerarias, si Tú mismo no me hubieses manifestado que ésta es precisamente tu voluntad! Tú mismo me la has impuesto como un precepto: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt. 5. 48).

Señor, te lo suplico; repite vivamente, eficazmente este sublime llamamiento a los oídos de mi pobre alma, para que quede penetrada por completo de él, y así, presa de este ideal sublime, se despierte finalmente a mayor generosidad, a más firmes y decididos propósitos y a una confianza más plena en tu obra misericordiosa de redención y santificación.

Fuente: Cfr. P. Gabriel de Santa María Magdalena o.c.d., Intimidad Divina

Santa Lucía, virgen y mártir


Aunque nada dice de su martirio el Martirologio jeronimiano, los Sacramentarios gregoriano y gelasiano señalan su fiesta, y su nombre es pronunciado en el canon romano y ambrosiano. Son innumerables los monumentos que hablan de la veneración que los fieles la tributaron. San Gregorio, en 597, menciona un Monasterio de santa Lucía, en Siracusa. En todo el mundo consagráronse numerosos templos en su honor. Según opinión de muchos, sus Actas son de carácter legendario. Aparece su nombre en las Letanías de los Santos y en las de los agonizantes. Se la invoca como abogada contra la ceguera y mal de ojos.

El nombre de Lucía se halla junto a los de Águeda, Inés y Cecilia en el Canon de la Misa. En estos días de Adviento su nombre nos anuncia la Luz que se acerca, y proporciona un maravilloso consuelo a la Iglesia. Lucía es también una de las tres grandes glorias de la Sicilia cristiana; triunfa en Siracusa, así como Águeda brilla en Catania y Rosalía embalsama a Palermo con sus aromas. Festejémosla, pues, con amor, para que nos ayude en este santo tiempo, y nos introduzca junto a Aquel cuyo amor le dio la victoria sobre el mundo. Pensemos también, que el Señor quiso rodear la cuna de su Hijo de Vírgenes escogidas, no contentándose con la aparición de Apóstoles, Mártires y Pontífices, para que, en medio de las alegrías de esa venida, no olvidasen los hijos de la Iglesia llevar al pesebre del Mesías y al lado de la fe que le honra como a soberano Señor, la pureza del corazón y de los sentidos, que nada puede reemplazar en aquellos que quieren acercarse a Dios.

A ti nos dirigimos, Virgen Lucía, para obtener la gracia de ver en su humildad al que tú contemplas ya en la gloria; dígnate recibirnos bajo tu poderoso amparo. Tu nombre significa Luz: sé nuestro faro en la noche que nos rodea. ¡Oh lámpara siempre brillante con los destellos de la virginidad! ilumina nuestros ojos; cura las heridas que en ellos ha hecho la concupiscencia, para que, por encima de las criaturas, se eleven hasta la Luz verdadera que luce en las tinieblas, y que las tinieblas no comprenden. Haz que, purificados nuestros ojos, vean y reconozcan en el Niño que va a nacer, al Hombre nuevo, al segundo Adán, modelo de nuestra nueva vida. Acuérdate también, Virgen Lucía, de la Santa Iglesia Romana, y de todas las que guardan su mismo rito en el Sacrificio, y diariamente pronuncian tu dulce nombre en el altar, en presencia de tu Esposo, el Cordero, a quien sin duda le agrada oírlo. Derrama especiales bendiciones sobre la isla que te dio la luz terrena y la palma de la eternidad. Mantén en ella la integridad de la fe, la pureza de las costumbres, la prosperidad material, y cura todos los males que conoces.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

Domingo Gaudete o Tercero de Adviento


En este domingo se aumenta todavía la alegría de la Iglesia. Continuamente suspira ella por el Señor; pero ahora siente que se aproxima y cree poder mitigar un poco la austeridad de este tiempo de penitencia, con la inocente alegría de las pompas litúrgicas. En primer lugar, este Domingo ha recibido el nombre de Gaudete por la primera palabra de su Introito; pero, además en él se observan también las prácticas características del cuarto Domingo de Cuaresma llamado Laetare. Se toca el Órgano en la Misa; los ornamentos son de color rosa; el Diácono vuelve a tomar la dalmática, y el Subdiácono la túnica; en las Catedrales asiste el Obispo con la mitra preciosa. ¡Admirable condescendencia de la Iglesia que tan armónicamente sabe unir la seriedad de su doctrina con la graciosa poesía de las formas litúrgicas! Entremos en su espíritu y regocijémonos hoy a causa de la proximidad del Señor. Mañana, nuestros gemidos tomarán otra vez su vuelo; porque aunque no ha de tardar, no ha llegado todavía.

Epístola

Lección de la Epístola del Ap. S. Pablo a los Filipenses. (IV, 4-7.)

Hermanos: Alegraos siempre en el Señor. Otra vez os lo digo: alegraos. Que vuestra dicha sea conocida de todos los hombres: el Señor está cerca. No os preocupéis por nada. Al contrario, en todas vuestras oraciones y ruegos, presentad a Dios vuestras peticiones, acompañadas de hacimiento de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo sentido, custodie vuestros corazones y vuestras inteligencias en Nuestro Señor Jesucristo.

En efecto, debemos alegrarnos en el Señor; el Profeta y el Apóstol están de acuerdo en avivar nuestras ansias del Salvador: uno y otro nos anuncian la paz. Estemos, pues, tranquilos: El Señor está cerca; está cerca de su Iglesia; está cerca de cada una de nuestras almas. ¿Será posible que estemos junto a un fuego tan ardiente y permanezcamos helados? ¿Es que no sentimos ya su venida, a través de todos los obstáculos que le oponían su excelsa dignidad, nuestra profunda miseria y nuestros numerosos pecados?

Mas Él todo lo arrolla. Unos pasos más y estará entre nosotros. Salgámosle al encuentro, por medio de estas oraciones, súplicas y acción de gracias de que nos habla el Apóstol. Dupliquemos nuestro fervor y celo, para unirnos a la Santa Iglesia, cuyos deseos van a dirigirse cada día más encendidos hacia Aquel que es su luz y su amor. Repitamos ahora con ella:

Gradual

Señor, tú, que te sientas sobre los querubines, excita tu potencia y ven. — V. Tú, que riges a Israel, atiende: tú, que conduces a José como una oveja.

Aleluya, aleluya. — V. Señor, excita tu potencia y ven, para hacernos salvos. Aleluya.

Evangelio

Continuación del santo Evangelio según San Juan, (I, 19-28.)

En aquel tiempo los judíos enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, para que le preguntasen: Tú, ¿quién eres? Y confesó y no negó, antes declaró: Yo no soy el Cristo. Y le preguntaron: ¿Qué, pues? ¿Eres Elías? y dijo: No soy. ¿Eres el Profeta? Y respondió: No. Dijéronle: ¿Quién eres, pues? Para que demos respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo? Dijo: Soy la voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor como dijo el Profeta Isaías. Y los que habían sido enviados eran de los Fariseos. Y preguntáronle y dijéronle: ¿Por qué bautizas, pues, si no eres el Cristo, ni Elías, ni el Profeta? Juan les respondió diciendo: Yo bautizo con agua; pero en medio de vosotros está el que vosotros no conocéis. Este es el que vendrá detrás de mí, el que ha existido antes que yo y del cual no soy digno de desatar la correa del zapato.

Estas cosas acontecieron en Betania, al otro lado del Jordán, donde bautizaba Juan.

En medio de vosotros está el que vosotros no conocéis, dice San Juan Bautista a los enviados de los Judíos. Puede, por consiguiente, estar el Señor cerca; puede incluso haber venido, y no obstante eso, permanecer desconocido para muchos. Este Cordero divino es el consuelo del santo Precursor, quien considera un gran honor ser simplemente la Voz que invita a los hombres a preparar los caminos del Redentor. En esto es San Juan el símbolo de la Iglesia y de todas las almas que buscan a Jesucristo. Su gozo por la llegada del Esposo es completo; pero a su alrededor existen hombres para quienes este divino Salvador no significa nada. Pues bien, estamos ya en la tercera semana de este santo tiempo de Adviento; ¿están todos los corazones conmovidos por la gran noticia de la llegada del Mesías? Los que no quieren amarle como a Salvador, ¿le temen al menos como a Juez? ¿Han sido enderezados los caminos tortuosos? ¿Piensan humillarse las colinas? ¿Han sido atacadas seriamente la sensualidad y la concupiscencia en el corazón de los cristianos? El tiempo apremia: ¡El Señor está cerca! Si estas líneas cayeran bajo los ojos de quienes duermen, en vez de vigilar esperando al divino Infante, les conjuraríamos para que abriesen los ojos y no retardasen por más tiempo el hacerse dignos de una visita, que será para ellos un gran consuelo en el tiempo, y un refugio seguro contra los terrores del último día. ¡Oh Jesús! envíales tu gracia con mayor abundancia todavía; oblígales a entrar, para que no se diga del pueblo cristiano, lo que San Juan decía de la Sinagoga: En medio de vosotros está el que vosotros no conocéis.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

San Dámaso, Papa y Confesor


San Dámaso, de sangre romana, sucedió en la silla de Roma al Papa Liberio, el año 366. No sólo veló por la pureza de la fe, sino que conservó los antiguos monumentos cristianos; restauró las Catacumbas, adornó los sepulcros de los Mártires con elegantes epitafios, hizo prevalecer la primacía de la sede romana, haciéndola reconocer por todo el Oriente y Occidente. Reglamentó la oración pública con el canto de los Salmos, a dos coros; encargó a San Jerónimo la traducción del Salterio y murió en el año 384. Sus restos fueron transportados a la Iglesia de San Lorenzo que lleva su nombre: in Damaso.

Aparece este gran Pontífice en el ciclo, no para anunciar la paz como San Melquíades, sino como uno de los más ilustres defensores del gran Misterio de la Encarnación. Sale por los fueros de la divinidad del Verbo, condenando como su predecesor Liberio los actos del famoso concilio de Rímini, y a sus fautores; afirma con su soberana autoridad la perfecta Humanidad del Hijo de Dios encarnado, condenando la herejía de Apolinar. Finalmente, el encargo que dio a San Jerónimo de trabajar en una nueva versión del Nuevo Testamento sobre el original griego para uso de la Iglesia Romana, podemos considerarlo como un nuevo y evidente testimonio de su fe y amor para con el Hombre-Dios. Honremos a tan gran Pontífice llamado por el concilio de Calcedonia, ornamento y fortaleza de Roma por su piedad, y a quien su ilustre amigo y protegido San Jerónimo califica de hombre excelente, incomparable, sabio en las Escrituras, Doctor virgen, de una Iglesia virgen.

Fuiste durante tu vida, oh Santo Pontífice Dámaso, lumbrera de los hijos de la Iglesia, pues les distes a conocer al Verbo encarnado, protegiéndolos contra las nefastas doctrinas por medio de las cuales trata siempre el infierno de destruir el glorioso Símbolo, donde se nos revela la infinita misericordia de un Dios para con la obra de sus manos, y la sublime dignidad del hombre redimido. Desde lo alto de la Cátedra de Pedro supiste fortalecer la fe de tus hermanos; la tuya jamás desfalleció, porque Cristo había rogado por ti. Nos congratulamos, oh Doctor virgen de la Iglesia virgen, del galardón eterno concedido a tu integridad por el Príncipe de los Pastores. Haz descender sobre nosotros desde lo alto del cielo, un rayo de esa luz que te manifiesta a Jesús en su gloria, para que podamos verle, reconocerle, y gustarle en medio de la humildad bajo cuya capa va a mostrársenos bien pronto. Consíguenos el entendimiento de las sagradas Escrituras en cuya ciencia sobresaliste como Doctor.

¡Oh poderoso sucesor de aquel pescador de hombres! haz que todos los cristianos se sientan animados de los mismos sentimientos que animaban a Jerónimo, cuando dirigiéndose a tu Autoridad en una célebre Epístola, decía: Quiero consultar a la Cátedra de Pedro, quiero que de ella me venga la fe, alimento de mi alma. Ni la amplia planicie de los mares, ni la lejanía de las tierras, me podrán detener en la búsqueda de esta preciosa perla: donde se halla el cuerpo, es natural que se reúnan las águilas. El Sol de justicia se levanta ahora en Occidente: por eso pido al Pontífice la Víctima de salvación y al Pastor la ayuda para su oveja. La Iglesia está edificada sobre la Cátedra de Pedro; el que come el Cordero fuera de esta Casa es un extraño; el que no se hallare dentro del Arca de Noé, perecerá en las aguas del diluvio. No conozco a Vidal; nada tengo que ver con Melecio; ignoro a Paulino: el que contigo no recoge, oh Dámaso, esparce lo recogido; porque el que no está con Cristo, está con el Anticristo.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

San Melquíades, Papa y Mártir


Conmemora la Iglesia en este día al Papa San Melquíades. Este ilustre Pontífice, llamado por San Agustín verdadero hijo de la paz de Cristo, digno Padre del pueblo cristiano, subió a la Sede Apostólica el año 311, cuando se hallaba todavía en plena actividad el fuego de la persecución: de ahí que sea honrado como Mártir como algunos de sus predecesores, que, si bien no derramaron su sangre por Cristo, participaron, con todo, de la gloria de los Mártires, por las grandes contrariedades y persecuciones que tuvieron que sufrir con la Iglesia de su tiempo.

Mas, el Pontificado de San Melquíades tiene la particularidad de haber echado sus raíces en medio de la tormenta, y haberse desarrollado durante la paz. El año 312, daba Constantino la paz a la Iglesia, y Melquíades tenía la dicha de ver abrirse la era de la prosperidad temporal para los hijos de Dios. Murió en 314.

Su nombre brilla ahora en el ciclo litúrgico, y nos anuncia la Paz que va a bajar pronto del cielo.

Dígnate, pues, oh Padre del pueblo cristiano, pedir al Príncipe de la Paz que al venir a nosotros, destruya toda resistencia y pacifique cualquier insurrección; que reine como Señor en nuestros corazones, inteligencias y sentidos. Pide también la paz para la Santa Iglesia Romana, cuyo esposo fuiste y que ha conservado fielmente tu memoria hasta el día de hoy; dirígela siempre desde lo alto del cielo y atiende a sus deseos.

Oración

Mira, oh Pastor eterno, favorablemente a tu rebaño y guárdale siempre bajo tu amparo por la intercesión del Bienaventurado Melquíades, Mártir y soberano Pontífice, a quien Tú colocaste como Pastor de toda la Iglesia. Por nuestro Señor Jesucristo.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

Jesús viene para salvarme y santificarme (I)


Me pongo en la presencia de Jesús Sacramentado, considerando en Él al Redentor y Santificador de mi alma.

“Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom. 5, 20). Con la caída de Adán, el pecado desbarató el plan divino para la santificación del hombre. Nuestros primeros padres, creados a imagen y semejanza de Dios, colocados en un estado de gracia y de justicia, elevados a la dignidad de hijos de Dios, se hundieron en un abismo de miseria, arrastrando consigo a todo el género humano. Durante largos siglos gime el hombre en su pecado. Ya no puede llamar a Dios con el dulce título de Padre, ni siquiera osa pronunciar su nombre; mira al Altísimo con un sentimiento de terror: es el Dios fuerte y terrible, el Dios justiciero y vengador. El pecado ha abierto un abismo infranqueable entre el hombre y Dios. Al otro lado de ese abismo gime el hombre, absolutamente incapaz de levantarse.

Para llevar a cabo eso que el hombre no puede realizar, o sea, la destrucción del pecado y la restitución de la gracia al linaje humano, se nos promete un Salvador. El Dios de las misericordias “de tal manera amó al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito” para su salvación (Jn. 3, 16). El Verbo, resplandor del Padre y figura de su sustancia, se hará carne para destruir el pecado y restituirnos la gracia, y para que de ese modo podamos llamarnos y ser en realidad hijos de Dios (Cfr. I Jn. 3, 1).

Dios quiere “que todos los hombres sean salvos”; para eso nos ha dado a su Hijo, y en Él y por Él, todos los medios necesarios para nuestra salvación, de tal manera que, si un alma no se salva, será únicamente por su culpa.

“Pésame a mí, mi Dios, de ser tan ruin y tan poco en vuestro servicio: mas bien sé que está la falta en mí de no hacerme las mercedes que a mis pasados. Lastímame mi vida, Señor, cuando la cotejo con la suya, y no lo puedo decir sin lágrimas”. “Considerando la gloria que tenéis, Dios mío, preparada a los que perseveran en hacer vuestra voluntad, y con cuántos trabajos y dolores la ganó vuestro Hijo, y cuán mal lo teníamos merecido y lo mucho que merece que no se desagradezca la grandeza de amor que tan costosamente nos ha enseñado a amar, se ha afligido mi alma en gran manera. ¿Cómo es posible, Señor, se olvide todo esto, y que tan olvidados estén los mortales de Vos cuando os ofenden? ¡Oh, Redentor mío, y cuán olvidados se olvidan de sí! ¡Y que sea tan grande vuestra bondad, que entonces os acordéis Vos de nosotros, y que, habiendo caído por heriros a Vos de golpe mortal, olvidado de esto nos tornéis a dar la mano y despertéis de frenesí tan incurable, para que procuremos y os pidamos salud!

¡Bendito sea tal Señor, bendita tan gran misericordia, y alabado sea por siempre por tan piadosa piedad! ¡Oh, alma mía, bendice para siempre a tan grande Dios! ¿Cómo se puede tornar contra Él?” (Cf. S. Teresa de Jesús).

Y, sin embargo, Señor, aun sabiendo lo cara que te ha costado esta mi pobre alma, ¡cuántas veces te he ofendido y he resistido a tu gracia, cuántas veces he sido infiel a tu amor y sordo al llamamiento que me hacías a una vida más perfecta, a la santidad!

Fuente: Cf. P. Gabriel de Santa María Magdalena o.c.d., Intimidad Divina

La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen


La fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen es la más solemne de todas las que celebra la Iglesia en el Santo tiempo de Adviento; ninguno de los Misterios de María más a propósito, y conforme con las piadosas preocupaciones de la Iglesia durante este místico período de expectación. Celebremos, pues, esta fiesta con alegría, porque la Concepción de María anuncia ya el próximo Nacimiento de Jesús.

Es intención de la Iglesia en esta fiesta, no sólo el celebrar el aniversario del momento en que comenzó la vida de la gloriosa Virgen María en el seno de la piadosa Ana, sino también honrar el sublime privilegio en virtud del cual fue preservada María del pecado original, al que se hallan sujetos, por decreto supremo y universal, todos los hijos de Adán, desde el instante en que son concebidos en el seno de sus madres. La fe de la Iglesia católica, solemnemente reconocida como revelada por el mismo Dios, el día para siempre memorable del 8 de diciembre de 1854, esa fe que proclamó el oráculo apostólico por boca de Pío IX, con aclamaciones de toda la cristiandad, nos enseña que el alma bendita de María no sólo no contrajo la mancha original, en el momento en que Dios la infundió en el cuerpo al que debía animar sino que fue llena de una inmensa gracia, que la hizo desde ese momento, espejo de la santidad divina, en la medida que puede serlo una criatura.

¡Oh María, cuán deliciosamente recreas con tus suaves destellos nuestros ojos fatigados! Pasan los hombres de generación en generación sobre la tierra; miran al cielo inquietos, esperando en cada momento ver apuntar en el horizonte el astro que ha de librarles del horror de las tinieblas; pero la muerte viene a cerrar sus ojos antes de que puedan siquiera entrever el objeto de sus deseos. Estaba reservado a nosotros el contemplar tu radiante salida ¡oh esplendoroso lucero matutino, tus rayos benditos se reflejan en las olas del mar y le devuelven la calma después de las noches tormentosas! Prepara nuestra vista para que pueda contemplar el potente resplandor del Sol divino que viene detrás de ti. Dispón nuestros corazones, ya que quieres revelarte a ellos. Pero, para que podamos contemplarte, es necesario que sean puros nuestros corazones; purifícalos, pues ¡oh purísima Inmaculada! Quiso la divina Sabiduría que, entre todas las fiestas que dedica la Iglesia a honrarte, se celebrase la de tu Inmaculada Concepción en el tiempo de Adviento, para que, conociendo los hijos de la Iglesia el celo con que te alejó el Señor de todo contacto con el pecado, en consideración a Aquel de quien debías ser Madre, se preparasen también ellos a recibirle, por medio de la renuncia absoluta a todo cuanto significa pecado o afecto al pecado. Ayúdanos oh María, a realizar este gran cambio. Destruye en nosotros, por tu Concepción Inmaculada, las raíces de la concupiscencia y apaga sus llamas, humilla las altiveces de nuestro orgullo. Acuérdate que si Dios te eligió para morada suya, fue únicamente como medio para venir luego a morar en nosotros.

¡Oh María, Arca de la alianza, hecha de madera incorruptible, revestida de oro purísimo! ayúdanos a corresponder a los inefables designios de Dios, que después de haberse honrado en tu pureza incomparable, quiere también serlo en nuestra miseria; pues sólo para hacer de nosotros su templo y su más grata morada nos ha arrebatado al demonio. Ven en ayuda nuestra, tú que, por la misericordia de tu Hijo, jamás conociste el pecado. Recibe en este día nuestras alabanzas. Tú eres el Arca de salvación que flota sobre las aguas del diluvio universal; el blanco vellón, humedecido por el rocío del cielo, mientras toda la tierra está seca; la Llama que no pudieron apagar las grandes olas; el Lirio que florece entre espinas; el Jardín cerrado a la infernal serpiente; la Fuente sellada, cuya limpidez jamás fue turbada; la casa del Señor, sobre la que tuvo siempre puestos sus ojos, y en la que jamás entró nada con mancilla; la mística Ciudad, de la que se cuentan tantos prodigios. ¡Oh María! nos es grato repetir tus títulos de gloria, porque te amamos, y la gloria de la Madre pertenece también a los hijos. Sigue bendiciendo y protegiendo a cuantos te honran en este augusto privilegio, tú que fuiste concebida en este día; y nace cuanto antes, concibe al Emmanuel, dale a luz y muéstrale a los que le amamos.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

San Ambrosio, Obispo y Doctor de la Iglesia


Nació Ambrosio en la primera mitad del siglo IV. Su padre era prefecto de la Galia Cisalpina. Educóse en Roma en las artes liberales, y se le encomendó el gobierno de las provincias de Liguria y Emilia. Hallándose en la basílica de Milán, con el objeto de salvaguardar el orden en la elección del obispo, un niño gritó: ¡"Ambrosio Obispo”! El grito fue repetido por toda la muchedumbre, y el emperador, halagado al ver elegido para obispo a uno de sus prefectos, le animó a aceptar. Obispo ya, fue campeón intrépido de la fe y de la disciplina eclesiástica; convirtió a muchos arrianos a la verdad y bautizó a San Agustín. Consejero y amigo del emperador Teodosio, no dudó en imponerle una pública penitencia con motivo de la matanza de Tesalónica. Murió en Milán el 4 de abril del 397. San Ambrosio es uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia latina.

Aunque indignos, te alabamos ¡oh inmortal Ambrosio! Proclamamos los dones maravillosos con que te dotó el Señor. Por tu celestial doctrina eres Luz de la Iglesia y Sal de la tierra; eres Pastor vigilante, Padre afectuoso, invicto Pontífice: ¡cómo supo amar tu corazón a Jesús a quien esperamos! ¡Con qué indomable valor y exposición de tu vida te opusiste a los blasfemos del Verbo divino! Con razón mereciste que la Iglesia te escogiera para iniciar todos los años al pueblo cristiano en el conocimiento del que es su Salvador y Jefe. Haz, pues, que penetren en nuestros ojos los rayos de la verdad que aquí abajo esclareciste; haz que guste nuestro paladar el melifluo sabor de tu palabra; infunde en nuestros corazones el verdadero amor de Jesús que se aproxima por momentos. Haz que, como tú, sepamos defender su causa con energía, contra los enemigos de la fe, contra los espíritus de las tinieblas, contra nosotros mismos. Haz que ceda todo, que desaparezcan todos los obstáculos, que toda rodilla se doble y todo corazón se declare vencido ante Jesucristo, Verbo eterno del Padre, Hijo de Dios e Hijo de María, nuestro Redentor, nuestro Juez, nuestro soberano bien.

¡Oh glorioso Ambrosio! humíllanos como humillaste a Teodosio; levántanos contritos y arrepentidos, como a él le levantaste con tu pastoral caridad.

Ruega por el Sacerdocio católico, del que eres gloria eterna. Pide a Dios para los Sacerdotes y Obispos de la Iglesia, esa humilde e inflexible fortaleza con la que deben resistir a los poderes seculares, cuando abusan de la autoridad que Dios ha puesto en sus manos. Haz que sea su frente, como dice el Señor, dura como el diamante; que sepan oponerse como un muro para la casa de Israel; que consideren como el mayor honor y su mejor suerte, el poder exponer sus bienes, su tranquilidad y su vida, en favor de la libertad de la Esposa de Cristo.

¡Campeón esforzado de la verdad! ármate de ese látigo vengador que te ha dado la Iglesia como atributo, y arroja fuera del redil de Jesucristo a esos restos inmundos del arrianismo que aparecen aún en nuestros días con diversos nombres. Haz que no sean más atormentados nuestros oídos por las blasfemias de esos hombres soberbios que se atreven a medir por su talla, a juzgar, absolver y condenar como a un semejante suyo al Dios temible que les creó y que sólo por amor a su criatura se dignó descender y acercarse al hombre, aun a trueque de ser por él despreciado.

Aleja de nuestras almas, oh Ambrosio, esas cobardes e imprudentes teorías que hacen olvidar a muchos cristianos que Jesús es Rey de este mundo, induciéndolos a creer que una ley humana que reconociese iguales derechos al error y a la verdad podría ser lo más perfecto para las sociedades. Haz que comprendan como tú, que si los derechos del Hijo de Dios y de su Iglesia pueden ser a veces atropellados, no por eso dejan de existir; que la convivencia de todas las religiones con unos mismos derechos, es el insulto más cruel para Aquel “a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”; que las sucesivas catástrofes de la sociedad son la respuesta que Dios da desde lo alto del cielo, a los que desprecian el Derecho cristiano, ese Derecho que Él conquistó muriendo en la Cruz por los hombres; finalmente, que, si no depende de nosotros el restaurar ese sagrado Derecho en las naciones que han tenido la desgracia de rechazarlo, tenemos con todo eso la obligación de confesarlo con valentía, so pena de ser cómplices de los que no quisieron que Jesús reinara sobre ellos.

Consuela también oh Ambrosio en medio de las tinieblas que invaden el mundo, consuela a la Santa Iglesia que aparece como extraña y peregrina en medio de esas naciones de que fue madre y que han renegado de ella; haz que, en su camino, recoja aún entre los fieles las flores de la virginidad; que sea como el imán de las almas puras que saben apreciar la dignidad de las Esposas de Cristo. Así fue en los días gloriosos de las persecuciones, que señalaron el comienzo de su ministerio; séale dado también ahora consagrar a su Esposo una numerosa selección de corazones puros y generosos, para que su fecundidad sea vista por todos los que la abandonaron como a madre estéril, y que algún día sentirán cruelmente su ausencia.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

San Nicolás de Bari, Obispo y Confesor


La fama de San Nicolás, extendida ya entre los griegos en el siglo VI, fue luego en aumento por Oriente y Occidente. La “Vida” más antigua que de él conocemos, lleva el título de “Praxis de Stratelate”; pero no tenemos ninguna contemporánea, y las más recientes merecen poco crédito. Al contrario, se ha atribuido a San Nicolás de Mira, gran parte de la vida de otro Nicolás, llamado el Sionita, el cual fundó en el siglo VI el monasterio de Sión, cerca de Mira, y llegó a ser obispo de Pinara en Licia (hoy Minara). De suerte que no conocemos nada cierto sobre el santo taumaturgo. Su culto apareció en Occidente en el siglo IX y aumentó, sobre todo después de la traslación de sus reliquias a Bari en 1087.

Con objeto de honrar al Mesías Pontífice, la divina Sabiduría ha prodigado el número de los Pontífices, en el camino que lleva a Él. Dos Papas, San Melquíades y San Dámaso; dos Doctores, San Pedro Crisólogo y San Ambrosio; dos Obispos, amor de su grey, San Nicolás y San Eusebio: tales son los gloriosos Pontífices encargados de preparar con su intercesión, el camino que ha de recorrer el pueblo fiel, hacia el soberano Sacerdote, según el orden de Melquisedec. Sucesivamente iremos aduciendo los títulos que ostentan para formar parte de ese noble cortejo.

Hoy, celebra la Iglesia con gozo la memoria del insigne taumaturgo San Nicolás, tan célebre en Oriente como lo es San Martín en Occidente, y venerado en la Iglesia latina desde hace más de mil años. Honremos el poder extraordinario que Dios le concedió sobre la naturaleza; pero, ante todo, felicitémosle por haber sido del número de los trescientos dieciocho obispos que, en Nicea, proclamaron al Verbo, consubstancial al Padre. No se escandalizó de las humillaciones del Hijo Dios, ni la bajeza de la carne que tomó en el seno de la Virgen, ni la pobreza del pesebre fueron obstáculo para que declarase al Hijo de María, Hijo de Dios e igual a Él, de ahí su gloria y la misión que tiene de procurar anualmente al pueblo cristiano la gracia de salir al encuentro del Verbo divino con una fe sencilla y un amor ardiente.

¡Oh santo Pontífice Nicolás, cuán grande es tu gloria en la Iglesia de Dios! Confesaste a Jesucristo ante los Procónsules, y sufriste persecución por su Nombre; fuiste luego testigo de los prodigios que obró el Señor cuando dio la paz a su Iglesia; y poco después, abrías tu boca en el concilio de los trescientos dieciocho Padres, para confesar con autoridad incontestable, la divinidad de Nuestro Salvador Jesucristo, por el que habían derramado su sangre tantos miles de Mártires. Recibe los parabienes del pueblo cristiano que por doquier se alegran con tu dulce recuerdo; sénos propicio, en estos días en que esperamos la venida de Aquel a quien tú proclamaste Consubstancial al Padre. Dígnate ayudar nuestra fe y encender nuestro amor. Ahora contemplas cara a cara al Verbo por quien fueron hechas y restauradas todas las cosas; pídele que tenga a bien permitirnos que aunque indignos nos acerquemos a Él. Sé nuestro mediador entre Él y nosotros. Pues le diste a conocer a nuestra inteligencia como sumo y eterno Dios; revélale a nuestro corazón como supremo bienhechor de los hijos de Adán. En él aprendiste, ¡oh caritativo Pontífice! esa tierna compasión por todas las miserias, que hace que todos tus milagros sean otros tantos beneficios; continúa, pues, ayudando al pueblo cristiano, desde lo alto del cielo.

Reanima y aumenta la fe de los pueblos en el Salvador enviado por Dios. Cese, gracias a tus plegarias, de ser desconocido y olvidado ese Verbo divino, que rescató al mundo con su sangre. Pide para los Pastores de la Iglesia, el espíritu de caridad que en ti brilló en tan alto grado, ese espíritu que los hace imitadores de Jesucristo, y les gana el corazón de sus ovejas.

Acuérdate también ¡oh Santo Pontífice! de esa Iglesia de Oriente, que te guarda aún un afecto tan vivo. Tu poder en la tierra llegó a resucitar a los muertos; ruega para que la verdadera vida que está en la Fe y en la Unidad, venga a reanimar ese inmenso cadáver. Haz, que por tu mediación, el Sacrificio del Cordero que esperamos, pueda ser nuevamente y cuanto antes, ofrecido bajo la Cúpula de Santa Sofía. Vuelve a la unidad los Santuarios de Kiev y de Moscú, para que no haya ya ni Bárbaro, ni Escita, sino un solo Pastor.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

Segundo Domingo de Adviento


En el Oficio de este Domingo dominan completamente los sentimientos de esperanza y alegría que comunica al alma fiel la feliz noticia de la próxima llegada de Aquel que es su Salvador y Esposo. El Advenimiento interno, el que se opera en las almas, es el objeto casi exclusivo de las oraciones de la Iglesia en este día: abramos, pues, nuestros corazones, preparemos nuestras lámparas y esperemos alegres la voz que se oirá en medio de la noche: ¡Gloria a Dios! ¡Paz a los hombres!

Misa

Comienza el Santo Sacrificio con un canto de triunfo dirigido a Jerusalén. Este canto expresa la alegría que se apoderará del corazón del hombre, cuando oiga la voz de su Dios. Ensalza la bondad del divino Pastor, para quien cada una de nuestras almas es una oveja querida, que Él está dispuesto a alimentar con su misma carne.

Introito

Pueblo de Sión; he aquí que el Señor vendrá a salvar las gentes, y el Señor hará oír la gloria de su voz en la alegría de vuestro corazón. Salmo: Tú, que riges a Israel, atiende: tú que conduces a José como una oveja.

En la Colecta, el Sacerdote insiste en la pureza que debe reinar en nuestro corazón a la venida del Salvador.

Oración

Excita, Señor nuestros corazones a preparar los caminos de tu Unigénito: para que podamos servirte con nuestras almas purificadas con la venida de Aquel que contigo vive y reina...

Epístola

Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Romanos (XXV, 4-13)

Hermanos: Todo lo que se ha escrito, ha sido escrito para nuestra enseñanza: para que, por la paciencia y el consuelo de las escrituras, tengamos esperanza. Mas el Dios de la paciencia y de la consolación os conceda la gracia de sentir todos lo mismo, según Jesucristo, para que, unánimes, glorifiquéis con una sola boca al Dios y al Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, sobrellevaos los unos a los otros, como también Cristo os sobrellevó, para gloria de Dios. Digo, pues, que Cristo Jesús fue hecho ministro de la Circuncisión por la verdad de Dios, para confirmar las promesas hechas a los Patriarcas, y para que los gentiles glorifiquen también a Dios por su misericordia, como está escrito: Por ello Señor, te confesaré entre los gentiles y cantaré a tu nombre. Y otra vez dice: Alegraos, gentiles, con su pueblo. Y otra vez: Gentes todas, alabad al Señor; magnificadle, pueblos todos. Y de nuevo dice Isaías: Estará la raíz de Jesé y el que surgirá para regir las gentes: las gentes esperarán en El. El Dios de la esperanza os llene de todo gozo y paz creyendo, para que abundéis en la esperanza por la virtud del Espíritu Santo.

Tened, pues, paciencia, Cristianos; aumentad vuestra esperanza y gustaréis al Dios de paz que va a venir a vosotros. Pero permaneced unidos de corazón los unos con los otros; porque ésa es la señal de los hijos de Dios. Nos dice el Profeta que el Mesías hará habitar juntos al lobo y al cordero; pues ahora el Apóstol nos lo muestra reuniendo en una sola familia al Gentil y al Judío. ¡Gloria sea a este Rey soberano, renuevo floreciente de la vara de Jesé y que nos ordena esperar en El! Otra vez la Iglesia nos advierte que va a aparecer en Jerusalén:

Gradual

De Sión, perfección de hermosura, vendrá manifiestamente Dios. -V. Reunid en torno de El a sus santos, los que hicieron con El pacto con sacrificios.

Aleluya, aleluya. -V. Me alegré con los que me decían: Iremos a la casa del Señor. Aleluya.

Evangelio

Continuación del Evangelio según San Mateo (XI, 2-10)

En aquel tiempo, habiendo oído Juan en la prisión las obras de Cristo, le envió dos de sus discípulos para decirle: ¿Eres tú el que ha de venir, o esperamos a otro? Y, respondiendo Jesús, les dijo: Id y contad a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados. Y bienaventurado el que no se escandalizare de mí. E, idos ellos, comenzó Jesús a decir a las gentes acerca de Juan: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? Pero, ¿qué salisteis a ver? ¿Un hombre muellemente vestido? He aquí, que los que visten muellemente, habitan en las casas de los reyes. Mas ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? También os digo, y más que un profeta. Porque éste es de quien se ha escrito: He aquí que yo envío mi heraldo delante de tu faz, el cual preparará tu vía delante de ti.

Eres tú, oh Señor, el que debe venir, y no debemos esperar a otro. Estábamos ciegos, tú nos has iluminado; nuestros pasos eran vacilantes, tú los has asegurado; nos cubría la lepra del pecado, tú nos has curado; éramos sordos a tu voz, tú nos has devuelto el oído; estábamos muertos por el pecado, tú nos has levantado del sepulcro; finalmente, éramos pobres y abandonados, tú has venido a consolarnos. Tales han sido y tales serán los frutos de tu visita a nuestras almas, oh Jesús, visita silenciosa pero eficaz; visita de la que nada sabe la carne ni la sangre, pero que se realiza en un corazón movido por la gracia. Ven, pues, a mí, ¡oh Salvador! Ni tu humillación ni tu intimidad me han de servir de escándalo; porque tus operaciones en las almas demuestran palpablemente que son de un Dios. Si no las hubieses creado, tampoco podrías sanarlas.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

San Pedro Crisólogo y Santa Bárbara


San Pedro Crisólogo nació en Imola, provincia de Emilia. Educóle en la ciencia y santidad el obispo del lugar. En 443, el Papa Cornelio, le promovió, por inspiración divina, al obispado de Ravena. Defendió la fe católica contra Eutiques, por medio de una carta, dirigida al Concilio de Calcedonia; su célebre elocuencia le valió el título de Crisólogo, o lengua de oro. Después de haber gobernado la Iglesia de Ravena durante dieciocho años, murió en su ciudad natal el 4 de diciembre del 450. Sus reliquias se veneran en la basílica Ursiana de Ravena.

San Pedro Crisólogo, brilla en este período como astro esplendoroso, en el cielo de la Santa Iglesia. Es digno de notar que fue defensor del Hijo de Dios a quien esperamos. Combatió a Eutiques, cuya sacrílega doctrina destruye toda la gloria de la Encarnación, al enseñar que, en este misterio, la naturaleza humana fue absorbida por la divinidad.

Este Doctor, y piadoso Obispo de Ravena, honramos en este día. Su elocuencia sagrada le conquistó mucha fama; aún conservamos muchos de sus sermones. En ellos podemos admirar infinitos rasgos de la más exquisita belleza. Trata con frecuencia el Misterio de la Encarnación y siempre con una precisión y un entusiasmo que nos revelan la ciencia y la piedad del Santo Obispo. Su amor y admiración hacia María Madre de Dios, que en este siglo había triunfado de sus enemigos con el decreto del concilio de Éfeso, le inspiran los más bellos párrafos y las más felices ideas.

Nos habla el Santo Doctor del profundo respeto con que debemos contemplar a María en estos días en que Dios habita en ella. “Sólo la virginidad inmaculada tiene derecho a penetrar en ese sagrado recinto, donde un Dios posee a la Virgen. Mira pues, oh hombre, lo que tienes, lo que vales y pregúntate si serías capaz de sondear el misterio de la Encarnación del Señor, si has merecido acercarte al augusto refugio donde mora en este momento toda la majestad del Rey supremo, de la Divinidad en persona”.

¡Oh santo Pontífice, cuya boca de oro se abrió para anunciar a los fieles a Jesucristo! dígnate contemplar con paternal mirada al pueblo cristiano que vela en espera del Hombre-Dios, cuya doble naturaleza defendiste con tanta elocuencia. Alcánzanos la gracia de recibirle con el soberano respeto debido a un Dios que baja hasta su criatura, y con la tierna confianza debida a un hermano que va a ofrecerse en sacrificio por sus indignos hermanos. Fortifica nuestra fe, oh Santo Doctor, porque de la fe procede el amor que necesitamos. Destruye las herejías que asolan el campo del Padre de familias; abate sobre todo ese odioso Panteísmo, que es una de las más funestas consecuencias, del error de Eutiques. Extingue ese error en todas esas cristiandades de Oriente que no conocen el misterio de la Encarnación más que para blasfemar de él, y persigue también entre nosotros ese monstruoso sistema que amenaza invadirlo todo en una forma más repugnante todavía.

El mismo día, la Iglesia Romana celebra la conmemoración de Santa Bárbara, virgen y mártir.

Tributemos fervientes alabanzas a esta Mártir gloriosa, celebérrima en todo el Oriente, cuyo culto fue introducido en la Iglesia Romana desde hace mucho tiempo. Sus Actas, sin ser de la más remota antigüedad, son muy gloriosas para Dios y honrosas para la Santa. Celebremos la fidelidad con que esta Virgen esperó al Esposo, que no faltó a la cita, y que, por haber reconocido en ella un amor fuerte, quiso ser para ella un Esposo de sangre, como dice la Escritura.

Queremos ofrecerte, Virgen fiel, nuestras alabanzas junto con nuestras plegarias. El Señor viene, y nosotros estamos en tinieblas; dígnate dar a nuestra lámpara la luz que guíe nuestros pasos, y el aceite que alimente la llama. Tú sabes que se acerca para visitarnos, Aquel que vino también para ti, y con el cual estás ahora eternamente; haz que ningún obstáculo nos impida salirle al encuentro. Sea nuestro vuelo hacia Él, valiente y rápido como fue el tuyo, para que reunidos con El, no nos volvamos ya a separar, ya que Él es el verdadero centro de toda criatura. Ruega también, oh gloriosa Mártir, para que brille en este mundo, con un resplandor siempre en aumento, la fe en la santísima Trinidad. Haz que sea confundido nuestro enemigo Satanás, cuando toda lengua confiese la triple Luz representada en las ventanas de tu torre, y la cruz victoriosa que santificó las aguas. Acuérdate, Virgen amada del Esposo, que en tus manos pacíficas ha sido puesto el poder, no de lanzar el rayo, sino de contenerle y desviarle. Protege nuestras naves contra el fuego del cielo y de la guerra. Guarda los arsenales que encierran la defensa de la patria. Escucha la voz de cuantos te invocan, bien suba hacia ti desde el seno de la tormenta, o salga de las entrañas de la tierra; sálvanos también del terrible castigo de la muerte repentina.

Fuente: Cf. Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

San Francisco Javier, Confesor


Aún hay Gentiles que evangelizar; la venida del Mesías no ha sido todavía anunciada a todos los pueblos; pues bien, entre los valientes mensajeros del Verbo divino, que en estos últimos tiempos han hecho resonar su voz entre la naciones infieles, ninguno que haya brillado con tan vivo resplandor, que haya obrado tantos prodigios, que se haya mostrado tan semejante a los primeros Apóstoles, como el reciente Apóstol de las Indias, San Francisco Javier.

Ciertamente, la vida y el apostolado de este hombre maravilloso, constituyeron un gran triunfo para la Iglesia, nuestra Madre, en el tiempo en que brillaron. La herejía, amparada bajo todas las formas por la falsa ciencia, por la política, por la avaricia y por todas las pasiones perversas del corazón humano, parecía anunciar el momento de su victoria. En su atrevido lenguaje, no tenía más que profundo desprecio por la antigua Iglesia, que se apoya en las promesas de Jesucristo; denunciábala al mundo, calificándola de prostituta de Babilonia, como si los vicios de los hijos pudiesen empañar la pureza de su madre. Dios se manifestó, por fin, y el suelo de la Iglesia se vio de repente cubierto con los más admirables frutos de santidad. Multiplicáronse los héroes y las heroínas en el seno mismo de aquella esterilidad que sólo era aparente, y mientras los falsos reformadores aparecían como los hombres más viciosos, Italia y España brillaban por sí solas con un resplandor incomparable, mostrando los dechados de santidad que salieron de su seno.

Es hoy Francisco de Javier; pero más de una vez en el Año hemos de celebrar otros nobles e ilustres compañeros suyos, suscitados por la gracia de Dios: de suerte que el siglo XVI no tuvo nada que envidiar en prodigios de santidad a los siglos más favorecidos. Ciertamente, no se preocupaban gran cosa de la salvación de los infieles aquellos pretendidos reformadores que sólo soñaban con destruir el verdadero Cristianismo arruinando sus templos; era el momento en que una sociedad de apóstoles se ofrecía al soberano Pontífice para ir a plantar la fe entre los pueblos más hundidos en las sombras de la muerte. Pero, como acabamos de observar, entre todos esos apóstoles, ninguno ha realizado tan perfectamente el tipo primitivo, como este discípulo de Ignacio. Nada le faltó, ni la amplia extensión de países roturados por su celo, ni los miles de infieles bautizados por su brazo infatigable, ni los milagros de toda clase que le presentaron a los infieles como marcado con el sello de que nos habla la Sagrada Liturgia: “Estos son los que, durante su vida, plantaron la Iglesia”. El Oriente contempló, en el siglo XVI, a un apóstol llegado de la Roma siempre santa, un apóstol cuyo carácter y hechos recordaban a los enviados por el mismo Jesucristo. Gloria, pues, al divino Esposo, que supo salir por la honra de su Esposa, suscitando a Francisco Javier, y dándonos con él una idea de lo que fueron, en medio del mundo pagano, aquellos hombres a quienes Él encargó la predicación de su Evangelio.

Vida

San Francisco nació en Navarra, en 1506. En París conoció a San Ignacio de Loyola, con quien trabó una santa amistad. Después de fundar la Compañía de Jesús, envióle Ignacio a las Indias, en 1542. Fue célebre por su espíritu de oración, su gran mortificación, por el don de milagros y las innumerables conversiones que obró con su predicación entre los infieles. Murió en la isla de Sanchón el 2 de diciembre de 1552. Su cuerpo descansa en Goa (India) y su brazo derecho se venera en la Iglesia del Jesús, de Roma. San Francisco Javier es patrón de la Propagación de la Fe.

Apóstol glorioso de Jesucristo, que iluminaste con su luz a los pueblos que yacían sentados en las sombras de la muerte, a ti nos dirigimos, nosotros, indignos cristianos, para que, por aquella caridad que te movió a sacrificarlo todo en aras de la evangelización de las naciones, te dignes disponer nuestros corazones para la visita del Salvador que nuestra fe espera y nuestro amor desea. Fuiste padre de los pueblos infieles, sé ahora protector del pueblo creyente. Antes de haber contemplado con tus ojos a Jesús, le diste a conocer a innumerables naciones; ahora que le contemplas cara a cara, haz que le podamos ver nosotros cuando aparezca, con la fe sencilla y ardorosa de los Magos de Oriente, primicias gloriosas de los pueblos que tú fuiste a iniciar en la luz admirable (I S. Pedro, II, 9).

Acuérdate también, oh gran apóstol, de las naciones que evangelizaste, en las que la palabra de vida, por un tremendo juicio divino, ha quedado estéril. Ruega por el vasto imperio de China, hacia el que se dirigían tus miradas al morir, y que no pudo oír tu palabra. Ruega por el Japón, heredad querida, pero horriblemente devastada por el jabalí de que habla el Salmista. Haz, que la sangre de los mártires allí derramada, fecundice por fin esa tierra. Bendice, también, oh Javier, a todas las Misiones emprendidas por nuestra Santa Madre Iglesia en las regiones a donde el triunfo de la Cruz no ha llegado todavía. Haz que se abran a la radiante sencillez de la fe, los corazones de los infieles; que la semilla dé el ciento por uno de fruto; que crezca de día en día el número de nuevos apóstoles, sucesores tuyos; que su celo y caridad no desfallezcan nunca, que sus sudores sean fecundos, que la corona del martirio sea no sólo la recompensa, sino el complemento y victoria final de su apostolado. Acuérdate ante el Señor, de los innumerables miembros de esa asociación por la que Jesucristo es anunciado en todo el mundo, y que se halla colocada bajo tu amparo.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

Santa Bibiana, virgen y mártir


Celebra la Iglesia, en el Adviento, la memoria de cinco ilustres Vírgenes, entre otras. La primera, que celebramos hoy, es Santa Bibiana, virgen romana; la segunda, Santa Bárbara, gloria de las Iglesias de Oriente; la tercera, Santa Eulalia de Mérida, una de las principales perlas de la Iglesia española; la cuarta, Santa Lucía, corresponde a Sicilia; finalmente, la quinta, Santa Otilia, de la que se honra Francia. Estas cinco Vírgenes prudentes atizaron su lámpara, y estuvieron en vela aguardando la llegada del Esposo; y fue tan grande su constancia y fidelidad, que cuatro de ellas derramaron su sangre por el amor de Aquel a quien esperaban. Afiancémonos en la fe con ayuda de tan grandes ejemplos; y, puesto que, como dice el Apóstol, no hemos resistido todavía hasta derramar la sangre, no nos lamentemos de nuestras fatigas y trabajos en estas vigilias del Señor, después de las cuales esperamos verle: ilustrémonos hoy con los gloriosos ejemplos de la casta y valerosa Santa Bibiana.

Vida

Sus Actas conocidas también con el nombre de Actas de S. Pimenio, son legendarias. Según ellas, habría pertenecido a una familia de mártires, cuyos miembros dieron todos su vida por Cristo. Prefirió esta santa ser azotada hasta la muerte antes de perder su fe y su pureza. El Papa Simplicio (468-483) consagró en su honor una basílica sobre el Esquilino, y el Líber Pontificalis nos dice que su cuerpo descansa, allí. Santa Bibiana es patrona de Sevilla y es invocada contra los dolores de cabeza y la epilepsia.

¡Oh Virgen prudente, Bibiana! pasaste sin desmayos la larga vigilia de esta vida; cuando llegó el Esposo de improviso, el aceite no faltaba en tu lámpara. Ahí estás ahora, por toda la eternidad, en la mansión de las bodas eternas, donde el Amado se recrea en medio de los lirios. Desde ese lugar de tu descanso, acuérdate de los que viven aún en espera de ese mismo Esposo de cuyos eternos abrazos gozas tú por los siglos de los siglos. Estamos aguardando el Nacimiento del Salvador del mundo, que debe poner fin al pecado y dar comienzo a la santidad; esperamos la llegada de ese Salvador a nuestras almas, para que les dé su vida y las una a sí por amor; esperamos también al Juez de vivos y muertos. ¡Virgen prudente! inclina a nuestro favor, con tus tiernas oraciones a ese Salvador, Esposo y Juez; para que su triple visita, realizada sucesivamente en nosotros, sea el principio y la consumación de esa unión divina a la que todos debemos aspirar. Ruega también, Virgen fidelísima, por la Iglesia de la tierra que te engendró para la del cielo, y que con tanta devoción guarda tus preciosas reliquias. Obtén para ella esa fidelidad perfecta que la hace siempre digna del que es su Esposo y tuyo, y que después de haberla enriquecido con sus mejores dones, y fortalecido con inviolables promesas, quiere que pida, y que pidamos nosotros para ella, las gracias que han de conducirla al término glorioso por el que suspira.

Oración Colecta

Oh Dios, dador de todo bien, que en tu sierva Bibiana juntaste la palma del martirio con la flor de la virginidad: por su intercesión une a Ti nuestras almas mediante la caridad; para que, apartados de los peligros, consigamos el premio eterno. Por Nuestro Señor.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

Gilbert Keith Chesterton


Los numerosos escritos de Chesterton (artículos, novelas, reseñas, libros históricos o críticos...) dan testimonio de un espíritu extremadamente fino y chispeante de humor. El autor domina el arte de la paradoja, hasta el punto de ser conocido como el “príncipe”. Utiliza ese modo de expresión en los campos más diversos y en los temas más serios: los acontecimientos mundiales, políticos, económicos, la filosofía, la teología, etc. Se esmera en poner de manifiesto la verdad y en dejar amablemente en ridículo la incoherencia de quienes consienten en todo sin discernimiento. En algunas controversias, apela al “sentido no común”, haciendo resaltar maliciosamente que el sentido común ya no es compartido como en otras épocas, puesto que incluso pensadores reputados sostienen posiciones “a pesar del sentido común”.

Ese estimado sentido común, Chesterton lo encuentra en las grandes mentes que se unen a la fe. Preocupado por compartir su descubrimiento, en las postrimerías de su vida redacta una biografía de santo Tomás de Aquino, obra maestra que un experto conocedor del tomismo, Étienne Gilson, considera el mejor libro jamás escrito sobre el doctor angélico. Chesterton no tiene otra formación filosófica o teológica que sus lecturas personales, pero percibe profundamente que el hombre, creado a imagen de Dios, es capaz de conocer lo real. Está pues en condiciones de comprender y de escribir la vida de un hombre cuyo pensamiento está tan cerca de él. Al final de ese libro, el autor evoca, en contraposición, la figura de Martín Lutero, mostrando de qué modo éste consumó el divorcio entre el hombre y la razón. Para Lutero, en efecto, el hombre está tan corrompido por el pecado que sus capacidades naturales de inteligencia y de voluntad son incapaces de hacer nada útil, ya que el hombre caído no puede hacer otra cosa sino reclamar misericordia desde el fondo de su miseria. En contrapartida, santo Tomás, y con él la Iglesia Católica, creen que el hombre puede por sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su Providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas.

Además de defensor de la fe, Chesterton también lo es de las buenas costumbres. Uno de los aspectos de la degradación moral de una sociedad es la laxitud en la manera de vestir. Gilbert considera que esa tendencia a descubrir sin mesura el cuerpo no solamente es peligrosa para las buenas costumbres, sino incluso perjudicial para la razón. Impresionado por una frase del Evangelio, hace que el protagonista de El poeta y los lunáticos (Gabriel Gale) diga: “¿No se ha fijado nunca de hasta qué punto es verdad la frase (aplicada por san Marcos al endemoniado curado por Jesús), vestido y en su sano juicio (Mc 5, 15)? El hombre no está en su sano juicio cuando no viste los símbolos de su dignidad social. La humanidad ni siquiera es humana cuando está desnuda”. En este punto, como en otros muchos, ir a contracorriente exige valentía; pero, precisamente, se trata de saber si queremos vivir, pues “lo que sigue la corriente es lo que ha muerto, y solamente lo que está vivo puede resistirse”.

G.K. Chesterton ve en el respeto por la herencia de los antepasados un acto de deferencia hacia nuestros padres: “La tradición significa dar la palabra a la más oscura de las clases: nuestros ancestros. Es una gran democracia de los muertos. La tradición rechaza someterse a la pequeña y arrogante oligarquía de quienes, por casualidad, se hallan actualmente en el escenario”. Pero el respeto a la tradición implica igualmente una lúcida mirada hacia nosotros mismos y nuestros intereses. “No desmontéis jamás un cercado antes de haber comprendido por qué se montó”, referencia implícita a la frase inspirada: No desplazarás los mojones de tu prójimo, puestos por los antepasados (Dt 19, 14). En realidad, el verdadero progreso sólo es posible a partir de lo que nos ha sido transmitido: “Para el verdadero progreso, no se trata de dejar cosas tras de sí como en una carretera, sino de sacar vida de ello, como de una raíz”.

Firme en su fe en la imagen divina impresa en el hombre desde su creación, G.K. Chesterton se erige, durante toda su vida, en defensor apasionado del hombre. Por eso percibe con angustia la dirección que emprende la humanidad. Según él, si no se reconoce que la dignidad del hombre procede de la fuente intangible de Dios, nada podrá impedir las tentativas insensatas de modificar indefinidamente su naturaleza. ¿Qué impedirá -pregunta- que las “nuevas maravillas” conduzcan a los “antiguos abusos” de la degradación y de la esclavitud? Prevé de ese modo que el rechazo de Dios conducirá directamente al rechazo del hombre, que el rechazo de lo sobrenatural llevará al rechazo de la naturaleza; porque “si quitáis lo que es sobrenatural, solamente os queda lo que ni siquiera es natural”, es decir, una naturaleza herida y enferma.

Los escritos de este hombre valiente perduran como una luz en las tinieblas de nuestro mundo. Frente a las fuerzas extraordinarias que rechazan la razón y la fe, y que envilecen en consecuencia al hombre, G.K. Chesterton no deja de animarnos a ponernos al frente dando testimonio de la verdad a tiempo y a destiempo (2 Tm 4, 2). Siguiendo su ejemplo, depositemos nuestra confianza en la gracia de Dios y en su amor que quiere salvar a los hombres enseñándoles a amar cristianamente.

Fuente: Dom Antoine Marie, Cartas espirituales, 19 de mayo de 2016

San Andrés, Apóstol


Está destinada esta fiesta a cerrar anualmente con toda solemnidad el ciclo litúrgico que se extingue, o bien a brillar a la cabeza del nuevo que comienza. En efecto, convenía que el Año cristiano comenzase y terminase por la Cruz; ella nos merece el nuevo año que la misericordia divina tiene a bien otorgarnos; y ella aparecerá el último día sobre las nubes del cielo, como un sello puesto al tiempo. Decimos esto, porque deben saber todos los fieles que San Andrés es el Apóstol de la Cruz. A Pedro dio Jesucristo la firmeza en la Fe; a Juan, la ternura del Amor; Andrés es el encargado de representar la Cruz del divino Maestro. Pues bien, la Iglesia se hace digna de su Esposo, con ayuda de estas tres cosas, Fe, Amor y Cruz: todo en ella respira este triple carácter. Es la razón de que San Andrés, después de los dos Apóstoles que acabamos de nombrar, sea objeto de una especial veneración en la Liturgia.

Dirijámonos en unión con la Iglesia a este santo Apóstol, cuyo nombre y memoria son la gloria de este día; honrémosle, y pidámosle la ayuda que necesitamos.

Eres tú ¡oh bienaventurado Andrés! el primero que encontramos en este místico camino del Adviento por el que vamos buscando a nuestro divino Salvador Jesucristo; damos gracias a Dios por habernos proporcionado este encuentro. Para cuando nuestro Mesías, Jesús, se reveló al mundo, habías tú ya oído con docilidad al santo Precursor que anunciaba su próxima venida, siendo tú uno de los primeros en reconocer en el hijo de María, al Mesías prometido por la Ley y los Profetas. Mas, no supiste quedar confidente único de tan maravilloso secreto, e inmediatamente participaste la Buena Nueva a tu hermano Pedro, y le llevaste a Jesús.

¡Oh santo Apóstol! también nosotros suspiramos por el Mesías, Salvador de nuestras almas; dígnate conducirnos a Él, pues tú le has hallado. Bajo tu amparo nos colocamos, en este santo tiempo de espera y preparación, que nos queda por recorrer, hasta el día en que aparezca ese tan ansiado Salvador en el misterio de su maravilloso Nacimiento. El bautismo de penitencia te preparó a ti para recibir la insigne gracia de llegar a conocer al Verbo de vida; alcanza para nosotros el don de una verdadera penitencia y pureza de corazón, durante este santo tiempo, para que podamos contemplar con nuestros ojos a Aquel que dijo: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

¡Oh glorioso Andrés! eres poderoso para llevar las almas a Jesús, pues por ti fue presentado al Mesías, aquel a quien el Señor iba a confiar el cuidado de todo su rebaño. No hay duda que, al llamarte a sí el Señor en este día, quiso asegurar tu intercesión a los cristianos que buscan de nuevo todos los años, a Aquel en el que tú vives ya para siempre; a los fieles que acuden a preguntarte por el camino que a él conduce.

Tú nos enseñas ese camino, que no es otro que el de la fidelidad, el de la fidelidad hasta la Cruz. Por él marchaste tú valerosamente; y como la Cruz conduce a Jesucristo, amaste la Cruz con verdadera pasión. Ruega ¡oh santo Apóstol! para que comprendamos ese amor, y para que después de haberlo comprendido lo pongamos por obra. Tu hermano nos dice en su Epístola: Puesto que Cristo sufrió en su carne armáos, hermanos míos, con ese pensamiento. (I S. Pedro, IV, 1) En el día de hoy nos ofreces oh bienaventurado Andrés, el comentario vivo de esa máxima. Por haber sido crucificado tu Maestro, tú también quisiste serlo. Ruega, pues, desde lo alto del trono a que has sido elevado por la Cruz, ruega para que ella sea para nosotros expiación de los pecados que nos cubren, extinción de las llamas mundanas que nos sofocan, y finalmente, el medio de unirnos por amor, a Aquel que sólo por amor se clavó en ella.

Pero, por muy importantes y preciosas que sean para nosotros las lecciones de la Cruz, acuérdate oh gran Apóstol que la cruz es la consumación, no el principio. Antes debemos conocer y amar al Dios niño, al Dios del pesebre; es al Cordero de Dios, señalado por San Juan, es a ese Cordero a quien deseamos contemplar. Estamos en el tiempo de Adviento, no en el de la acerba Pasión del Redentor. Fortifica, pues, nuestro corazón para el día de la lucha; pero, ahora despiértalo a la compunción y a la ternura. Bajo tu amparo colocamos la gran obra de nuestra preparación a la venida de Cristo a nuestros corazones.

Acuérdate también, bienaventurado Andrés, de la Santa Iglesia de la que fuiste una de sus columnas, y que regaste con tu sangre; eleva, en su favor, tus poderosos brazos ante Aquel por quien ella pelea sin descanso. Pide para que se le alivie la Cruz que lleva consigo a través de este mundo, ruega también para que la ame, y sepa sacar de ella su fortaleza y su verdadero honor.

Acuérdate, sobre todo de la Santa Iglesia Romana, Madre y Señora de todas las demás, obtén para ella la victoria y la paz por medio de la Cruz, en pago del tierno amor que te demuestra. Visita de nuevo como Apóstol a la Iglesia de Constantinopla, que ha perdido con la unidad la luz verdadera, por no haber querido someterse a Pedro, tu hermano, a quien tú reconociste como Jefe por amor de vuestro común Maestro. Finalmente, ruega por el reino de Escocia que desde hace cuatro siglos ha olvidado tu dulce tutela; haz que se abrevien los días del error, y que esa mitad de la Isla de los Santos, vuelva cuanto antes, con la otra, a someterse al cayado del único Pastor.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

¡Ven Señor!


El Señor está para venir... Me pongo en su presencia, para salir a su encuentro con todo el ardor de mi voluntad.

San Pablo nos exhorta: “Hermanos, ya es hora de despertarnos del sueño”. En este tiempo del Adviento, “primavera” de la Iglesia, debemos desperezamos para dar nuevos frutos de santidad; y ya desde hoy mismo nos indica el Apóstol cuál ha de ser el fruto principal del Adviento: “Despojémonos de las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz... Revestíos del Señor Jesucristo”. Si nuestras almas se hubiesen adormilado un tanto o languidecido en el servicio de Dios, he aquí llegado el momento de despertar a nueva vida, de “despojarnos” generosamente de nuestras miserias y debilidades para “revestirnos de Jesucristo”, es decir, de su santidad. Jesús mismo quiere ayudarnos a alcanzar esa meta, invitándonos con el dulce recuerdo de su venida como Redentor y saliéndonos al encuentro con su gracia. Es la misericordia infinita que se abaja hasta nosotros.

Por otra parte, la Iglesia pone también ante nuestra consideración la venida de Jesucristo como Juez supremo: “Y entonces verán al Hijo del hombre venir sobre una nube con grande poder y gloria”.

Venida de amor en Belén, venida por gracia a nuestras almas, venida de justicia al fin de los siglos: triple venida de Cristo, síntesis del Cristianismo, exhortación perenne a una espera vigilante y confiada: “Levantaos, alzad la cabeza, porque ya se acerca vuestra redención”.

¡Oh Dios mío, Verbo del Padre, que te haces carne por nuestro amor y tomas un cuerpo mortal para poder sufrir e inmolarte por nosotros! Yo quisiera prepararme a tu venida con los ardientes deseos de los profetas y de los justos que en el Antiguo Testamento suspiraron por Ti, único Salvador y Redentor.

“Envía, oh Señor, al que has de enviar... Ven y líbranos, según tu promesa”. Yo quisiera celebrar en mi alma un continuo Adviento, fomentando en ella una aspiración continua, una incesante expectación de este gran Misterio en que el Verbo se encarna, para descubrirnos los abismos de tu misericordia redentora y santificadora.

¡Oh Señor, no permitas que en mí se frustre aquel infinito amor que te llevó a encarnarte por mi salvación! Mi pobre alma tiene mucha necesidad de Ti y a Ti suspira como a médico piadosísimo, el único que puede curar sus heridas y levantarla del enervamiento y de la tibieza en que yace, infundiéndole nuevo vigor, nuevos arrestos y nueva vida. Ven, Señor, ven, que yo quiero disponerme a la acción de tu gracia con un corazón humilde y dócil, dispuesto a dejarme curar, purificar y moldear por Ti. Sí, con tu ayuda quiero llevar a cabo cualquier sacrificio, quiero renunciar a todo aquello que pueda retardar en mí tu obra redentora.

Despliega, oh Señor, tu poder y ven. Ven y no tardes ya más.

Fuente: Cf. P. Gabriel de Santa María Magdalena o.c.d., Intimidad Divina

Primer Domingo de Adviento


El mundo entero te aguarda, ¡oh Redentor! Revélate a él, salvándole. La Iglesia tu Esposa, comienza ahora un nuevo año; su primer clamor es un grito de angustia hacia Ti; su primera palabra es ésta: ¡Ven! Nuestras almas, oh Jesús, no quieren continuar caminando sin Ti por el desierto de esta vida. Estamos en el atardecer: el día va declinando y las sombras se echan encima: levántate, ¡oh Sol divino!, ven a guiar nuestros pasos y a salvarnos de la muerte.

Misa

Al acercarse el Sacerdote al altar para celebrar el santo sacrificio, la Iglesia entona un cántico que revela bien su confianza de Esposa; repitámosle con ella, desde lo más íntimo de nuestro corazón: porque, sin duda, el Salvador vendrá a nosotros en la medida que le hayamos deseado y esperado fielmente.

Introito

A ti elevo mi alma: en ti confío, Dios mío: no sea yo avergonzado, ni se burlen de mí mis enemigos: porque todos los que esperan en ti, no serán confundidos. Salmo. Muéstrame, Señor, tus caminos: y enséñame tus veredas. Gloria al Padre... Se repite: A ti elevo...

Después del Kyrie eleison, el Sacerdote recoge los votos de toda la Iglesia en las oraciones llamadas por esta razón Colectas.

Oración

Oremos. Excita, Señor, tu potencia y ven, te lo suplicamos: para que con tu protección, merezcamos vernos libres de los inminentes peligros de nuestros pecados y con tu gracia, podamos salvarnos. Tú que vives y reinas con Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.

Epístola

Lección de la Epístola del Ap. S. Pablo a los Romanos (XIII, 11-14).

Hermanos: Sabed que ya es hora de que surjamos del sueño, pues nuestra salud está ahora más cerca que cuando comenzamos a creer. Ha pasado la noche, ha llegado el día. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas y empuñemos las armas de la luz. Marchemos honradamente, como de día: no en glotonerías y embriagueces, no en liviandades e impudicicias, no en contiendas y envidias: antes revestíos del Señor Jesucristo.

El vestido que ha de cubrir nuestra desnudez es, pues, el Salvador que esperamos.

Admiremos aquí la bondad de nuestro Dios, que al acordarse de que el hombre después del pecado se había ocultado sintiéndose desnudo, quiere Él mismo servirle de velo cubriendo tan gran miseria con el manto de su divinidad. Estemos, pues, atentos al día y a la hora de su venida y cuidemos de no dejarnos invadir por el sueño de la costumbre y de la pereza. La luz brillará bien pronto; iluminen, pues, sus primeros rayos nuestra justicia o al menos nuestro arrepentimiento. Ya que el Salvador viene a cubrir nuestros pecados para que de nuevo no aparezcan, destruyamos nosotros, al menos, en nuestros corazones toda suerte de afecto a esos pecados; y que no se diga que hemos rehusado la salvación. Las últimas palabras de esta Epístola son las que, al abrir el libro, encontró San Agustín, cuando, instado desde hacía tiempo por la gracia divina para darse a Dios, quiso obedecer finalmente la voz que le decía: Tolle et lege; toma y lee. Fueron las que decidieron su conversión; entonces resolvió de repente romper con la vida de los sentidos y revestirse de Jesucristo. Imitemos su ejemplo en este día; suspiremos con vehemencia por esta gloriosa y amada túnica que, por la misericordia de Dios, será colocada dentro de poco sobre nuestras espaldas, y repitamos con la Iglesia esas emocionantes palabras, con las cuales no debemos temer cansar el oído de nuestro Dios:

Gradual

Señor, todos los que esperan en ti no serán confundidos. Hazme conocer, Señor, tus caminos y enséñame tus veredas.

Aleluya, aleluya.

Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salud. Aleluya.

Evangelio

Continuación del santo Evangelio según San Lucas. (XXI, 25-33)

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Habrá señales en el sol y en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de gentes por la confusión del sonido del mar y de las olas, secándose los hombres por el temor y la expectación de lo que sucederá en todo el orbe, pues las virtudes de los cielos se conmoverán. Y entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube con gran poder y majestad. Cuando comiencen a realizarse estas cosas, mirad y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra redención. Y les dijo esta semejanza: Ved la higuera y todos los árboles: cuando ya producen de sí fruto, sabéis que está cerca el verano. Así también, cuando veáis que se realizan estas cosas, sabed que el reino de Dios está cerca. De cierto os digo que no pasará esta generación hasta que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.

Debemos, por tanto, oh buen Jesús, esperar la repentina aparición de tu terrible Advenimiento. Pronto vas a venir en tu misericordia a cubrir nuestra desnudez con un vestido de gloria e inmortalidad; pero un día llegará en que vuelvas con una majestad tan deslumbradora, que los hombres quedarán secos de espanto. ¡Oh Cristo!, no quieras perderme en ese día de incendio universal. Visítame antes amorosamente: yo quiero prepararte mi alma. Quiero que en ella nazcas, para que el día en que las convulsiones de la naturaleza anuncien tu próxima llegada, pueda yo levantar la cabeza, como tus fieles discípulos, que, llevándote ya en sus corazones, no temerán tus iras.

Fuente: Dom Próspero Gueranger, El Año Litúrgico

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