San Atanasio, campeón de la ortodoxia

Posted by: Lotario de Segni

San Atanasio 01 (02)

San Atanasio nació hacia el año 295, probablemente en Alejandría, de una familia cristiana de origen griego. Alejandría era por aquel entonces un punto de encuentro de razas y religiones. Pulularon allí los confesores de la fe, que fueron torturados, golpeados, colgados del techo sin poder apoyar los pies. Pero, como refiere un contemporáneo, la tortura no espantaba a aquellos egipcios duros: “Ellos fijaban el ojo de su alma en el Dios del universo, y aceptando en su pensamiento la muerte por su religión, se mantenían firmemente en su vocación.” Se comprende que un espectáculo semejante era ideal para suscitar almas esforzadas, católicos heroicos.

Atanasio recibió la educación clásica en aquellos tiempos. Frecuentó a Homero, a Platón, y aprendió a admirar a los grandes pensadores y literatos de Atenas. Se inició también desde su adolescencia en el conocimiento de las Sagradas Escrituras. Así mismo resultó decisiva en su espiritualidad la relación familiar que mantuvo con el monje San Antonio, patriarca del monacato en Egipto. Siendo todavía diácono el obispo Alejandro lo eligió como secretario. De este tiempo es su tratado
Sobre la Encarnación del Verbo. Por eso es fácil imaginar el gusto con que habrá recitado por primera vez el símbolo de Nicea. Tal fue su bandera de combate, el santo y seña de la ortodoxia. Por defender dicho símbolo tendría que sufrir cinco destierros.
Pero lo que más resalta en su personalidad es su capacidad combativa. Siempre en vigilia, siempre presto a entablar la batalla de las ideas, nunca sacando el cuerpo a las dificultades. Un obispo realmente indomable, impertérritamente fiel a la vocación que Dios le señaló en la Iglesia, la de ser defensor del Verbo Encarnado, el vengador de su gloria. En medio de tantas defecciones y cobardías, a veces bajo el disfraz de la prudencia, Atanasio fue siempre
columna de la Iglesia, como lo calificó San Gregorio de Nacianzo, sin solución de continuidad. Cultor tajante de la verdad. Recordemos aquellos intentos del bueno de Constantino por sedar los ánimos con soluciones de compromiso. Los dos puntos de vista eran diametralmente diferentes. De un lado el Emperador, cuidando mantener la balanza en equilibrio, con el deseo de restablecer la concordia, aunque fuera en detrimento de la ortodoxia; del otro, el obispo empedernido, únicamente interesado en la defensa de la verdad y en los derechos de la Iglesia.

Lo que más le ha de haber costado es su coexistencia con tantos obispos felones y componenderos, quizá la inmensa mayoría del episcopado de su tiempo. Políticos hábiles, hombres de terceras posiciones, prestos a todos los arreglos y transacciones, hostiles por lo mismo a todos los
“extremismos”, como decían, su encarnizamiento contra Atanasio tuvo por causa principal la firmeza del obispo de Alejandría.
Largos fueron sus años de episcopado, no menos de cuarenta y cinco. Después de haber sufrido y combatido tanto,
“murió en su lecho”, como se dice en la lectura sexta del segundo nocturno de maitines del Oficio Divino correspondiente al santo, que se rezaba hasta la última reforma conciliar de la liturgia. Hay en esta observación un dejo de tristeza mal disimulada. Hubiera parecido más apropiado para esta alma intrépida, la corona del martirio. Pero a la verdad toda su vida fue un martirio, no por incruento menos doloroso.

Fuente: R.P. Alfredo Sáenz, La nave y las tempestades, tomo I, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 2002